El osito Viselik quería un hermanito y no sabía cómo conseguirlo.
Se lo pidió a papá, y también a mamá.
Se lo pidió a los abuelos, a Santa Claus, a las hadas y hasta a Superman.
Pensó en fabricarlo él mismo pero cuando preguntó cómo se hacía, los adultos se rieron, sin más.
Un día que andaba triste, Viselik se tumbó bajo un árbol y, de repente, una voz gritó:
-¡Hola! ¿Qué tal?
Viselik miró a izquierda y derecha pero no vio nada.
-¿Dónde estás? -preguntó.
-¡Aquí! -dijo la voz.
Viselik se giró, se volvió a girar y giró otra vez y otra, y otra, y muchas más.
-¡Para, para, que me caigo! dijo la voz misteriosa.
Viselik se detuvo y entonces... ¡¡¡¡PATAPAFFFF!!!
De su cabeza cayó un ratoncito que, sentándose, dijo:
-Por favor, haz que la tierra deje de girar.
-¿Quién eres? -preguntó Viselik- ¿Y qué hacías en mi cabeza?
-Me llamo Eger -dijo el ratón- y sólo buscaba con quien jugar.
Viselik y Eger charlaron un rato, luego jugaron y volvieron a charlar.
Eger, el ratoncito, también quería un hermanito y no podía conseguirlo así que, como los dos se sentían solos, decidieron quedar todos los días para jugar.
Jugaban al pilla-pilla, a vaqueros, a piratas.
Jugaban a policías, al escondite y a ser astronautas.
Jugaban a la peonza, a la pelota y hasta a hacer tartas.
Y poquito a poquito se hicieron grandes amigos.
Y poquito a poquito se quisieron más y más
Y cierto día de otoño, sentados bajo un nogal, los dos se dieron cuenta que no tener hermanos ya les daba igual porque se tenían el uno al otro y eso... ¡Eso era genial!