jueves, 27 de febrero de 2014

La princesa aburrida




En un reino muy, muy lejos de aquí, allí donde están todos los lejanos reinos de cuentos, vivía una princesa llamada Lina Marina, tan hermosa como todas la hermosas princesas de cuentos que viven en lejanos reinos de cuentos.
Lina Marina tenía todo lo que una hermosa princesa de cuento podía desear:  un precioso castillo, unos padres que la querían, preciosos vestidos, miles de zapatos, doncellas que le hacían compañía, juglares, bufones para hacerla reír, un precioso jardín en el que pasear, príncipes que la visitaban continuamente y hasta un dragón que, de vez en cuando, la secuestraba y la llevaba a su cueva que es lo que suelen hacer los fieros dragones de los cuentos con las hermosas princesas de cuento que viven en lejanos reinos de cuentos.
Y, sin embargo, la princesa Lina Marina se aburría. Se aburría muchísimo. Y se lo decía a todo el mundo.
-Mamá, me aburro -le decía a su madre, la reina del reino de cuento, cada mañana en el desayuno.
Y la reina la mandaba al jardín a jugar con los pajes de palacio. Y Lina Marina iba. Y jugaba... un rato y con tan poca gana, que hasta los pajes acababan bostezando contagiados de aburrimiento.
-Papá, me aburro -se quejaba a su padre, el rey del reino de cuento, cada mediodía en la comida.
Y el rey la enviaba a cabalgar por los bosques con sus damas y sus caballeros. Y Lina Marina iba. Y cabalgaba, y exploraba el bosque... pero sólo un rato, y con tan pocas ganas que caballeros y damas acababan quedándose dormidos sobre sus caballos.


-Aya, me aburro -se quejaba a su aya, el aya de la princesa de cuento, cada noche en la cena.
Y el aya la llevaba junto a otras niñas del palacio a charlar un rato antes de ir a dormir. Y Lina Marina iba Y charlaba, y hasta reía con ellas... pero sólo un rato, y con tan pocas ganas que las niñas bostezaban y caían dormidas antes de llegar a sus camas.
Porque no es sólo que Lina Marina se aburrierra mucho, muchísimo, sino que, además, conseguía que todo el que se encontraba a su alrededor acabara también bostezando aburrido porque su aburrimiento era tan pero tan grande que se había vuelto contagioso, pero tan contagioso, que los habitantes de aquel lejano reino comenzaron a huir de Lina Marina por temor a acabar, ellos también, enfermos de aburrimiento.
Y así pasaban los días en aquel lejano reino de cuento para esta hermosa princesa de cuento: de aburrimiento en aburrimiento, de bostezo en bostezo y de queja en queja. Cada día más aburrida y cada día más sola.
Sus padres, los reyes de cuento de aquel reino de cuento, preocupados, reunieron a los más sabios de los sabios de cuento de todos los reinos de cuento de los alrededores y de un poco más lejos. Pero ninguno fue capaz de encontrar un remedio para el aburrimiento de la princesa que, entre bostezo y bostezo, se dejaba auscultar, medir, pesar y pinchar sin decir ni mú, mientras los sabios, uno tras otro, iban cayendo dormidos.
Llamaron, también, a las mejores hadas madrinas de cuento de todos los reinos de cuento que estuvieran más acá o que estuvieran más allá. Pero no hubo ni una capaz de curar el aburrimiento de la princesa que, entre bostezo y bostezo, soportaba el polvo de hadas sin estornudar, los movimientos de varita sin bizquear y el aleteo continuo sin constiparse, mientras que las hadas hacían esfuerzos por no dormirse.
Finalmente, fueron llamadas a palacio, las brujas de cuento más poderosas de todos los reinos de cuento tanto vecinos como lejanos. Pero ninguna de ellas logró curar el aburrimiento de la princesa que, entre bostezo y bostezo, aguantó sin quejarse el calor de las ollas, el maullido de los gatos, los ojos de rana y hasta los pies de lagarto, mientras que las brujas se hechizaban unas a otras para no caer dormidas.



Comenzaban ya a desesperar los padres de Lina Marina cuando, cierta mañana, muy temprano, llegó al castillo una niña no mayor que la princesa asegurando que ella podría curarle el aburrimiento sólo con el contenido de una enorme y misteriosa bolsa que llevaba al hombro. Y, aunque nadie creía que una pequeña niña pudiera conseguir lo que ni sabios, ni hadas, ni brujas habían conseguido, los reyes la dejaron intentarlo.
La pequeña niña fue al gran dormitorio y se encerró con ella.
Pasó ese día. En la habitación no se oía nada.
Y pasó el día siguiente. Los reyes, nerviosos, pegaban la oreja a la puerta pero no se oía nada.
Y pasó el tercer día. Los reyes, el aya, los pajes, los caballeros y las damas se mordían las uñas, nerviosos y preocupados. Del dormitorio no salía ni el menor sonido.
Por fin, al cuarto día, cuando los reyes estaban a punto de ordenar que se echara la puerta abajo, del dormitorio de la princesa surgió una carcajada. Primero, pequeña y tímida, y luego enorme y sin miedo.
¡La princesa se estaba riendo! ¿Cómo era eso posible?
Entonces se abrió la puerta y, efectivamente, allí estaba la princesa con un libro en las manos y muerta de risa.
-¿Cómo lo has hecho? -preguntaron los reyes- ¿Cómo has curado su aburrimiento?
-Fácil -respondió, sonriente, la pequeña niña- Primero le he enseñado a usar su imaginación, que es un gran arma contra el aburrimiento y luego, con los libros de mi bolsa, le he mostrado que, con ellos, sin moverse de aquí, puede viajar, vivir aventuras, reír, descubrir lugares asombrosos, conocer gente maravillosa... A partir de hoy, majestades, les aseguro que la princesa nunca volverá a aburrirse.
Y, efectivamente, así fue, Lina Marina, la hermosa princesa de cuento, de aquel lejano reino de cuento, se hizo traer cientos de libros y se construyó una enorme biblioteca donde pasaba muchas horas, divirtiéndose y aprendiendo. Y cuando se cansaba de leer, usaba su imaginación para inventar juegos e historias. Y nunca, jamás de los jamases volvió a estar aburrida.


sábado, 8 de febrero de 2014

La bruja y el sapo



En una plácida charca, de agua quieta y desabrida, vive un sapo color marrón, con verrugas a montón. Un sapo grande y pesado, con cara de irritado. Un sapo corriente y moliente aunque con pinta de inteligente. Un sapo que siempre fue sapo y que así estaba estupendamente.
Cerca de la plácida charca, bajo un árbol lleno de ramas, vive una bruja piruja, blanduja, coruja, papanduja y algo granuja. Una bruja dentuda y testaruda. Una bruja sin arrugas, ni verrugas que se alimenta de lechugas. Una bruja bromista con cara de lista.
Eran la bruja y el sapo bastante buenos vecinos y bastante amigos hasta el día en que Farrapo, el sapo, olvidó invitar a Panduja, la bruja, a su fiesta de cumpleaños.
Panduja primero se sorprendió. Luego se disgustó. Después se molestó. Y, por último, se enfadó, se encolerizó y se enojó... mucho... muchísimo... una barbaridad. Montada en su escoba, varita en mano, se presentó en la fiesta a la que no había sido invitada, voló sobre la charca verde hasta el sapo Farrapo y con dos rápidos movimientos de manos, un golpe de varita y un hechizo mal rimado, transformó a Farrapo en un príncipe guapísimo, altísimo, azulísimo, encantadorísimo y otros muchos -ísimos, incluido el de enfadadísimo, porque Farrapo, el sapo, no soportaba a los príncipes, ni a los azules, ni a los amarillos ni a los de ningún color.
Farrapo gritó, pataleó y gruñó durante un rato:
-¡Conviérteme otra vez en sapo, bruja granuja! ¡Quiero ser otra vez yo, bruja piruja!
-De eso nada, monada -contestó Panduja, la bruja-. Príncipe encantador y azul te quedarás hasta que recibas el beso de una bella, dulce y tonta princesa. Eso y sólo eso te transformará.

Farrapo volvió a gritar, patalear y gruñir porque tampoco soportaba a las princesas, ni a las dulces, ni a las amargas ni a las de ningún sabor.
-¡Eso te pasa por antipático y maleducado! -dijo Panduja, la bruja, y subiendo a su escoba, se marchó dejando a los invitados con la boca abierta y al sapo-príncipe Farrapo enfadado y hecho un trapo.
El sapo-príncipe intentó seguir con su vida en la charca pero no hubo forma. No tenía ancas para saltar, los insectos le daban asco, estar todo el día metido en el agua ya no le parecía tan divertido y ni el nenúfar más grande era capaz de soportar su peso. De modo que el sapo-príncipe tuvo que abandonar su charca en busca de un lugar seco en el que vivir, comida que no tuviera antenas y, sobre todo, una princesa tontorrona que le diera un beso.
Farrapo vagó durante días sin rumbo fijo. Unas veces triste, otras veces enfadado y, la mayor parte del tiempo, bastante cansado.
En su búsqueda de una princesa, el sapo-príncipe se enfrentó con dragones grandones, subió torres de colores, luchó contra otros príncipes incluso estando con gripe, cruzó bosques oscuros, subió montañas enormes, entró en cuevas sin luz... En fin, que trabajó un montón y consiguió que una princesa rubia le diera las gracias con mucha educación, una pelirroja le diera un pisotón por error y una morena le diera su pañuelo rojo chillón.
Pero ningún beso, ni tan siquiera uno volado...
Mientras tanto, allá, en el bosque, a la bruja Panduja se le había pasado el enfado y ahora andaba triste, arrepentida y preocupada.

-¡Pobre Farrapo! -pensaba- ¡Con lo feliz que era siendo sapo!
-¡Pobre Farrapo! -se lamentaba- ¡Con lo poco que le gustan las princesas!
Cuando ya no soportó estar tan triste, tan arrepentida y tan preocupada, cogió su escoba, su sombrero, su varita, se pegó una verruga, se zampó un par de lechugas y marchó en su busca por reinos, castillos, torres solitarias, cuevas de dragones, tiendas de moda y cualquier otro sitio en el que pudiera haber una princesa.
La bruja subió altas montañas, bajó a profundos valles, voló sobre extensos reinos, anduvo por largos caminos, corrió tras las princesas, huyó de los príncipes, se arrastró por cuevas oscuras, se escondió de gigantes, preguntó a enanos y habló con soldados... Y nada.
Charló con reyes, se reunió con otras brujas, visitó varios reinos, pasó por muchas aldeas, cruzó unos cuantos ríos, navegó por el mar... Y nada.
Y un día llegó a una colina verde, muy verde. Y en la colina había un camino rodeado de flores, muchas flores. Y al final del camino, en la cima de la colina, había una cabaña pequeña, muy pequeña. Y sentado a la puerta de la cabaña, tomando el sol con cara de aburrido estaba Farrapo, el sapo-príncipe.
Panduja saltó de alegría, bailó un zapateado y abrazó a Farrapo con tanta fuerza que el pobre no podía ni respirar. Luego le explicó lo arrepentida que estaba, lo triste que se puso y lo mucho que lo había buscado:
-Y ahora, si quieres, te convertiré otra vez en sapo.
-¡Por supuesto que quiero! -dijo el sapo-príncipe- Pero... ¿Cómo? Me dijiste que sólo el beso de una princesa podría deshacer el hechizo. Nada más.
Entonces Panduja, la bruja, se sonrojó y muy bajito, tan bajito que casi no se oía, confesó que ella era una princesa.
-¿Una princesa bruja? -se pasmó Farrapo.
-Bueno... es que eso de ser princesa era tan aburrido... -dijo Panduja.
-¿Tan aburrido como ser príncipe? -terminó Farrapo.
Y se echaron a reír y a reír, y estuvieron riendo durante mucho rato. Cuando, finalmente, lograron parar. Panduja miró a Farrapo y, muy seria, con mucha solemnidad, le dio un beso que -¡Por fin! ¡Al fin! ¡Ya era hora!- convirtió a Farrapo otra vez en un sapo grande y pesado con cara de enfadado.
Bruja y sapo volvieron juntos al bosque: ella a su casita bajo el árbol y él a su verde charca. A los pocos días hicieron, juntos, una gran fiesta para celebrarlo y se aseguraron muy bien asegurados de que, esta vez, estuvieran todos invitados... por si acaso.