martes, 22 de diciembre de 2015

Carbón por Navidad


Érase que se era, en un reino muy, muy lejano, un pueblo tan pequeño, tan pequeño, que ni estaba en los mapas y tan pobre, tan pobre, que no tenía ni nombre.
A pesar de ser tan pobres, en aquel pequeño pueblo todos eran felices. Tenían lo bastante para comer, tenían sus diminutas casas, tenían amigos y, sobre todo, tenían sus familias.
En aquel pueblo todos se ayudaban y todos se querían.
Cada uno daba lo que tenía y lo cambiaba por algo que necesitaba.
No necesitaban mucho más.
Aquel pequeño pueblo era un pueblo feliz.
Pero llegó un invierno tan frío, tan frío, que hasta los mocos se quedaban congelados en la nariz y el poco carbón que había en el pueblo se acabó antes de llegar Navidad.
Los mayores andaban muy preocupados por eso.
Y los niños...  Bueno, los niños comenzaron a comportarse de manera muy rara. Desobedientes. Perezosos. Maleducados. Hasta los más tranquilos hacían travesuras. Era de lo más extraño.
En poco tiempo el pueblo pasó de ser un pueblo feliz, a ser un pueblo triste y enfadado.



Cada día pasaban más frío.
Cada día los adultos estaban más preocupados.
Y cada día los niños estaban más pesados.
Ni castigos ni sermones conseguían que volvieran a comportarse como siempre.
Hasta que a alguien se le ocurrió hacer lo único que nadie había hecho: preguntarles.
-Es que habíamos pensado -contestó el mayor de los niños del pueblo- que si nos portábamos mal, los Reyes Magos nos traerían mucho, muchísimo carbón. Y con ese carbón nos podríamos calentar todos.
La respuesta dejó a todos asombrados y emocionados.
Y después de un rato de llorar a moco tendido y congelado, los mayores dieron las gracias a los niños por su generosidad y los convencieron para que volvieran a ser como siempre, cosa que hicieron inmediatamente. 

 
Pasaban los días y aumentaba el frío. Frío que cada uno combatía como podía.  Algunos llevaban tanta ropa encima que parecían bolas, otros se envolvían en mantas, se quemaron muebles viejos, luego papeles, hasta mandas de patatas.
Al llegar Navidad el pueblo, helado y pobre, se preparó para celebrarlo compartiendo lo poco que había con mucha alegría.
Y ocurrió que, en Nochebuena, nadie supo cómo, aparecieron tres camellos en la plaza del pueblo. Y sobre los camellos unos señores muy sonrientes, con unas capas preciosas y unas coronas lujosas.
¡Eran los Reyes Magos! Se habían enterado de lo que habían hecho los niños y quedaron tan impresionados que decidieron adelantar los regalos.
Habían traído carbón como para veinte inviernos. Y, además, cada niño y adulto del pueblo recibió el regalo con el que siempre había soñado.
Aquella Navidad, tan fría y tan triste, se convirtió en la mejor Navidad del pueblo.
Aquel pueblo tan pequeño, tan pequeño, que no estaba ni en los mapas y tan pobre, tan pobre que no tenía ni nombre y que, a pesar de todo, era el pueblo más feliz del reino.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Alina y las estrellas


Alina quiere una estrella para su árbol de Navidad, pero no una estrella cualquiera de esas que venden en el hiper, no, Alina quiere una estrella de las de verdad, de las que llenan el cielo cada noche.
Alina se lo dice a sus padres pero ellos le dicen que eso es imposible, que las estrellas están muy lejos, que menuda ocurrencia, que si patatín, que si patatán.
-¡Mayores! ¡Qué sabrán ellos! -piensa Alina.
Asì que Alina decide conseguir la estrella ella solita.
Y se pone a pensar. Mucho, y muy fuerte.
La primera idea que tuvo fue usar un lazo, como en esas viejas películas del Oeste que que le gustan al abuelo. ¡No podía ser muy difícil, las estrellas no se movían tan deprisa como las vacas!
Tal como lo pensó, lo hizo. Esperó a la noche. Cogió su abrigo y su comba y salió a la calle a atrapar una estrella...  
Alina lanzó el lazo que había hecho su madre, una y otra vez, una y otra vez... Pero no hubo manera.
Las estrellas, allá en lo alto, se reían por lo bajito.


Y Alina volvió a pensar. Mucho, y muy fuerte.
La segunda idea que se le ocurrió fue coger el cazamariposas de su padre y subir al sitio más alto que pudiera. ¡No podía ser muy difícil, las estrellas no se movían tan deprisa como las mariposas!
Tal como lo pensó, lo hizo. Esperó a la noche. Cogió su abrigo y el cazamariposas y subió a lo más alto del tobogán del parque, que era el lugar más alto que se le ocurrió.
Alina movió el cazamariposas de arriba abajo, de abajo arriba, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha. Lo movió despacio. Lo movió deprisa. Se puso de puntillas y se estiró todo lo que se atrevió... Pero no hubo manera.
Las estrellas, allá en lo alto, se reían por lo bajito.
Y Alina volvió a pensar. Mucho, y muy fuerte.
La tercera idea que se le ocurrió fue intentar pescarlas en el pequeño estanque del jardín. ¡No podía ser muy difícil, las estrellas no se movían tan deprisa como los peces!
Tal como lo pensó, lo hizo. Esperó a la noche. Cogió un palo muy largo, le ató un cordel y se fue al estanque. Y allí se estuvo mucho, mucho, muchísimo rato. Tanto que se quedó dormida... Pero no hubo manera.
Las estrellas, allá en lo alto, se reían por lo bajito.


Alina siguió pensando, teniendo ideas y probando cosas...  Pero no había manera.
Nada funcionaba.
Nada servía.
Y ya no le quedaban ideas.
¡Nunca conseguiría una estrella para su árbol!
-¿No querría alguna de vosotras venir conmigo, por favor? -preguntó Alina muy triste.
Esta vez las estrellas no se rieron por lo bajito. Ni un poquito.
Miraron a Alina durante un buen rato. Luego se miraron entre ellas. Después hicieron un círculo para hablar. Y finalmente una de ellas bajó hasta donde estaba Alina y preguntó:
-¿Por qué no lo pediste desde el principio?
Y Alina, muy sorprendida, pensó un rato y contestó:
-No se me ocurrió.
-Pues la de trabajo que te habrías ahorrado sólo con pedirlo por favor.
-Entonces... ¿Vas a venir conmigo?
-Por supuesto... Yo y unas cuantas amigas. Si te parece bien.
Alina, aquel año, tuvo el árbol más bonito del mundo. Adornado con multitud de diminutas estrellas y con una enorme, preciosa, brillante y sonriente estrella en la punta.
Y sólo tuvo que pedirlo por favor.