sábado, 27 de abril de 2013

Nada es lo que parece IX

Pues aquí os dejo el último capítulo de Nada es lo que parece, espero hayáis disfrutado con las pequeñas aventuras de Ayla tanto como yo disfruté escribiéndolas.

Ilustraciones de Eliz Segoviano.



CAPÍTULO NOVENO



Ayla se sentía eufórica, parecía que ya le había cogido el truco a esto de enfrentarse a las pesadillas y cada vez sentía menos miedo. Se quedó allí hasta que el feliz dragón se perdió de vista y, luego, siguió su camino.

La cima estaba ya muy cercana y la niña avanzaba muy tranquila, convencida de que todo estaba a punto de acabar, y justo en ese momento lo que se acabó fue el camino. Ayla no podía seguir avanzando hacia la cima. Ante ella se levantaba una enorme pared por la que era imposible escalar.

-¿Y ahora qué hago? -preguntó al Aire, que se movía suavemente a su alrededor.

-Esperar -dijo el Aire.

Ayla se sentó y esperó. Pero no pasó nada.

Ayla se levantó y esperó. Pero no pasó nada.

Ayla se sentó, se levantó, se volvió a sentar, esperó... y nada.

-Aquí no pasa nada -dijo al Aire.

-Sigue esperando -respondió el Aire.

Y Ayla siguió esperando. Y esperó. Y esperó. Y esperó hasta que, tras un rato larguísimo, algo cambió: en la pared había aparecido una pequeña grieta. No era mucho, pero era algo.

Ayla miró fijamente la diminuta grieta casi sin parpadear. Poco a poco, la pequeña grieta se hizo tres veces más grande, luego seis veces mayor, y creció y creció sin parar hasta tener tamaño más que suficiente para que una persona pudiera pasar a través de ella.

-Yo ahí no entro -dijo Ayla con voz temblorosa-. Está muy oscuro y a saber qué cosas se esconden en esa cueva.

-Vale, como quieras, no entres -el Aire rozó suavemente su oreja-, pero si no entras en ella, no podrás llegar a la cima, y si no llegas a la cima, no podrás volver a casa.

-Vamos, que tengo que hacerlo quiera o no quiera.

-Eso es -afirmó el Aire.

Ayla no tenía más remedio que hacer lo que no quería hacer, así que respiró profundamente y, con seis decididos pasos, entró en la oscura caverna.

 En cuanto estuvo dentro, el agujero se cerró tras ella de sí sin que pudiera hacer nada para evitarlo, y quedó allí encerrada sin atreverse a moverse porque no veía nada.

 Cuando se acostumbró a la oscuridad, se dio cuenta de que no era tan completa como había creído: desde el lado opuesto de la cueva llegaba un fino hilo de luz y decidió caminar en aquella dirección. Avanzó despacio, sin alejarse de la pared, y poniendo un pie tras otro con muchísimo cuidado. A su alrededor se oían murmullos, roces y pasos. Había algo en aquella cueva, y ella estaba segura de que era algo horrible. Su imaginación le decía que estaba rodeada de monstruos temibles, horrorosos fantasmas, insectos gigantescos y bestias colosales. Estaba aterrorizada y el Aire le dio un susto morrocotudo cuando susurró en su oído:

 -Recuerda que es un sueño. Recuerda que puedes cambiarlo. Recuerda que puedes acabar con la pesadilla en cuanto quieras.

 Cuando el Aire se calló, otra voz, una chirriante y desconocida voz, susurró en su otro oído:

 -No es cierto. Esto no es un sueño. Esto es real. No puedes cambiar nada.

 Ayla se sobresaltó al escuchar esa nueva voz.

 -¿Quién eres? -preguntó asustada.

 -No le hagas caso -le dijo el Aire-. Es la Pesadilla la que habla, quiere engañarte para que no te libres nunca de ellas. Puedes cambiar el sueño, ya lo has hecho antes.

 Era cierto, ya había cambiado el sueño antes, pero es que ahora estaba en la peor de sus pesadillas, la que más miedo le producía, y le costaba creer que pudiera hacerlo. A pesar de todo, cerró los ojos con fuerza, se concentró y...

 Los sonidos callaron y la oscuridad pareció retroceder un poco, hasta que la nueva voz volvió a sonar en su oído:

-Es imposible. No se pueden cambiar los sueños. No tienes ningún poder.

Ayla abrió los ojos de golpe y, durante unos segundos, dejó de creer en su poder. La oscuridad regresó y volvieron a oírse los terroríficos sonidos.

Pero Ayla, con esfuerzo pero decidida, cerró otra vez los ojos e ignoró a la maliciosa voz que seguía diciéndole que era imposible. Se concentró aún con más fuerza que antes y repitió una y otra vez:

-No es más que un sueño. No es más que un sueño. No es más que un sueño y puedo cambiarlo.

Los sonidos que tanto la habían asustado fueron sustituidos por trinos, tintineos y una dulce música. La oscuridad retrocedió empujada por una suave luz dorada. El aire se llenó de diminutas hadas, de primorosos pájaros de colores, de polvo de estrellas. Y, mientras todo esto sucedía, la malvada voz que hasta hacía un momento intentaba convencer a Ayla de que todo aquello era imposible, lanzó un terrible rugido de furia y se hundió en la oscuridad que se retiraba, al tiempo que la espantosa gruta se desmoronaba poco a poco a su paso hasta que, con un último fogonazo, desapareció.

Ayla se encontró bajo la brillante luz del sol, aunque no en la cima de la montaña sino de regreso al mismo prado del que había partido.

Allí estaban la misma hierba, las mismas flores, las mismas ovejas -incluida la olfateadora que, con un par de trotes, se puso nuevamente a su lado- y su cama en el mismo lugar.

-¿Se ha acabado todo? -preguntó al Aire.

Y el Aire, haciendo bailar la hierba y las flores, respondió alegremente:

-Sí, se ha acabado.

 -¿Me he librado de las pesadillas? -volvió a preguntar.

-No -respondió el Aire -. Tendrás pesadillas de vez en cuando, todo el mundo las tiene, pero ¿a que ya no te asustan como antes?

Ayla reflexionó unos segundos y contestó sonriente:

-No, es cierto, ya no me dan ningún miedo.

-Pues de eso se trataba. No se puede dejar de tener pesadillas, pero se puede dejar de temerlas. A fin de cuentas no son más que sueños y los sueños no pueden hacerte daño.

Y el Aire voló alegremente por el prado y levantó miles de semillas de dientes de león que cayeron sobre Ayla y las ovejas -incluida aquella que seguía olfateándola sin parar- como si fueran copos de nieve.

-¿Y ahora cómo regreso a casa? -preguntó la niña.

-Del mismo modo que llegaste -contestó el Aire revoloteando en torno a ella-. Acuéstate en tu cama, cuenta ovejas y duerme...

Ayla se sentó en su cama y contempló, por última vez, el precioso prado. Pensó en la cebra con uniforme y voz de pito, en el elefante de peluche que no dejaba de sonreír, en Charlie y Jackie jugando al “Tú la llevas” allá en el bosque, en las hadas-gato, en la tortuga gruñona, en el dragón negro y en el Aire parlanchín que la había acompañado durante todo su viaje.

-¿Podré volver a este lugar? ¿Volveré a ver a la cebra, al elefante, a Charlie, a Jackie, a la tortuga y al dragón? ¿Volveré a charlar contigo? -preguntó un poco triste.

-¡Por supuesto! -respondió alegremente el Aire- Siempre que quieras. Recuerda que estamos en tus sueños.

Más animada por esas palabras, Ayla se tumbó en su cama, se tapó y comenzó a contar ovejas:

-Una oveja... Dos ovejas... Tres ovejas... Cuatro ovejas...

Cuando abrió los ojos estaba de regreso en su dormitorio. Las ovejas habían desaparecido -un gran alivio para la niña que ya estaba bastante harta de limpiarse babas de oveja de manos y cara-, volvía a ser invierno y en el cielo brillaba una enorme luna llena en lugar del cálido sol.
Ayla suspiró feliz, cerró de nuevo los ojos y se durmió sin miedo a ninguna pesadilla.



 

viernes, 19 de abril de 2013

Nada es lo que parece VIII


Ilustraciones de Eliz Segoviano.





CAPÍTULO OCTAVO





Aún estaba Ayla mirando el hueco por el que había desaparecido la tortuga cuando una gigantesca sombra tapó el sol. Algo enorme se había detenido a sus espaldas y la observaba, Ayla podía oír su atronadora respiración y sentir el extremado calor que desprendía. Se giró lenta, muy lentamente y se encontró con una de sus peores pesadillas: un inmenso dragón cuyo cuerpo estaba cubierto de escamas negras como la noche y que la miraba fijamente con ojos llenos de pura maldad.

Ayla se movió tres pasos hacia la derecha, en un intento de rodear al terrorífico dragón que no hizo ni el más mínimo movimiento. Se movió otros tres pasos y el dragón ladeó su enorme cabezota, pero siguió sin moverse del sitio. Unos cuantos pasos más sin perder de vista a la bestia y Ayla pudo, por fin, echar a correr.

El dragón se limitó a seguirla con la mirada sin que, al parecer, tuviera el menor interés en ir tras ella. A pesar de eso, la niña corrió y se alejó cuanto pudo del monstruo, intentando recordar que aquello no era más que un sueño, aunque en aquel momento eso no es que sirviera de mucha ayuda.
Y entonces, la monstruosa bestia abrió sus alas, alzó la cabeza, lanzó un atronador rugido y voló tras Ayla, quien corría aterrorizada al tiempo que buscaba un lugar en el que ocultarse. Por fin encontró una grieta por en la que el dragón no podría caber y allí se ocultó, jadeante y sin dejar de repetir:

-Nada es lo que parece, nada parece lo que es, nada es si yo no quiero y solo es lo que yo deseo. Nada es lo que parece, nada parece lo que es, nada es si yo no quiero y solo es lo que yo deseo. Nada es lo que parece, nada parece lo que es, nada es si yo no quiero y solo es lo que yo deseo.

El dragón apareció en la entrada del escondite e intentó meter la cabeza, pero era demasiado grande para el espacio que había. Lo intentó también con las garras pero no le fue mucho mejor. El dragón estaba cada vez más furioso y sólo era cuestión de tiempo que se decidiera a lanzar fuego contra su presa.

Llena de terror y sin saber qué hacer, a Ayla no se le ocurrió otra cosa que gritar al dragón con todas sus fuerzas:

-¡No existes! ¡No eres real! ¡No eres más que un sueño!

El dragón se detuvo, confuso por el grito de la niña que, envalentonada por la reacción del animal, dio dos pasos hacia la entrada de la gruta y volvió a gritar:

-¡No puedes hacerme nada porque solo existes en mi imaginación!

El dragón retrocedió varios pasos y pareció encogerse varios centímetros.

Ayla no se lo podía creer, aquello estaba funcionando. ¡Tenía razón el Aire! Avanzó hasta salir de su escondite y, poniéndose frente al animal con los brazos en jarra, volvió a gritarle:

-¡Existes porque yo te he creado y te puedo hacer desaparecer o no, mejor aún, puedo transformarte en lo que quiera!

Ahora era el dragón el que parecía asustado y su tamaño seguía menguando sin parar.

Ayla continuó hablando:

-Eso es. Te voy a transformar en... en...

Mientras hablaba el dragón se había encogido hasta el tamaño de un caniche y la miraba con una cara muy triste y asustada.

-Vaya, si me miras así no puedo transformarte en nada.

El dragón siguió mirándola fijamente con mucha pena.

-¡Oh, de acuerdo! -dijo, por fin, Ayla- No te convertiré en nada. Puedes largarte.

El antes dragón y ahora dragoncito, agitó la cola la mar de contento, abrió las alas y voló en torno a la niña durante un rato para, a continuación, alejarse rápidamente de la montaña.


 

viernes, 12 de abril de 2013

Nada es lo que parece VII


Ilustraciones de Eliz Segoviano.




CAPÍTULO SÉPTIMO




El camino hasta las Montañas de las Pesadillas transcurrió sin contratiempos y Ayla recorrió el último tramo con gran tranquilidad y disfrutando de las cosas curiosas que había en aquel extraño lugar. Comió flores de piruleta, probó el algodón de azúcar que crecía en unos preciosos y pegajosos árboles y se relamió de gusto con el árbol que daba manzanas de caramelo. Además, se lo pasó en grande contemplando peces que volaban, pájaros que vivían bajo el agua, insectos que no parecían insectos, plantas que andaban y otras muchas cosas fantásticas.

Entonces llegó a las Montañas de las Pesadillas y todo cambió.

-Bien -dijo-, ya estoy aquí. ¿Ahora qué?

-Ahora tienes que enfrentarte a lo que en ellas encuentres y llegar hasta la cima -le respondió el Aire, que nunca parecía estar muy lejos.

-¡Vaya, qué fácil! -suspiró Ayla, y continuó caminando.

Iba ascendiendo sin encontrarse con nada más peligroso que unas cuantas piedras saltarinas que se empeñaban en botar y rebotar en mitad del camino estorbándole el paso. Todo iba bien, bastante bien, incluso demasiado bien, si se tenía en cuenta lo que había esperado encontrar en aquellas Montañas.

Y fue entonces cuando llegó la niebla.

Surgió de ninguna parte y lo cubrió todo con rapidez. Era imposible ver más allá de las narices y atravesarla era tan difícil como atravesar un plato de puré de patatas.

-Esto lo he visto en mis sueños -dijo Ayla tragando saliva-. Supongo que aquí comienzan las pesadillas.

-Efectivamente -dijo el Aire intentando apartar la niebla sin conseguirlo.

-¿Y ahora qué hago? -preguntó Ayla.

-Recuerda que estás en el mundo de los sueños -le respondió.

-Vale, lo recuerdo... ¿Y ahora qué? -volvió a preguntar Ayla.

-En el mundo de los sueños nada es lo que parece, nada parece lo que es, nada es si tú no quieres y solo es lo que tú deseas. Aquí tienes más poder del que tú crees. -y tras decir esto, dio tres o cuatro vueltas con mucha dificultad y desapareció.

Ayla siguió su camino -muy despacio y casi a tientas- sin dejar de pensar en lo que el Aire había dicho. La niebla era cada vez más espesa y Ayla cada vez veía menos, hasta que al cabo de un rato ya no sabía si iba hacia delante o si retrocedía, si andaba hacia la derecha o hacia la izquierda, si frente a ella había tierra firme o un precipicio, y el miedo se apoderó de ella hasta el punto de dejarla paralizada, sin atreverse a mover el pie ni medio centímetro por miedo a caerse, o a tropezar o, peor aún, a encontrarse con algo monstruoso. Ayla temblaba pegada a la pared de la montaña sin saber qué hacer, ni hacia dónde ir, ni qué narices había querido decir el Aire con todo aquel galimatías.

-Nada es lo que parece, nada parece lo que es, nada es si yo no quiero, solo es lo que yo deseo... Solo es lo que yo deseo... lo que yo deseo... ¡Lo que yo deseo es salir de aquí! -Ayla se cruzó de brazos, enfadada y asustada- ¡Si al menos hubiera hadas en este mundo!

Y entonces aparecieron. Eran muchas, eran brillantes, eran pequeñas, eran...

-¡Gatos! -exclamó Ayla sorprendida- ¿Hadas-gato? ¡No sabía que existieran las hadas-gato!

-¿Algún miauproblema? -maulló la que parecía la jefa deteniéndose frente a Ayla.

-No, no, ninguno -replicó Ayla-. En serio.

-Porque si hay algún miauproblema, nos miauvamos y miaulisto ¿eh? -volvió a maullar la jefa.

-No, no, por favor, no os miau... no os marchéis -se asustó Ayla.

-Pide miauhadas, aparecen miauhadas y ella se miauqueja... ¡Humanos! -miaugruñó el hada.

-No me quejo, de verdad que no -insistió la niña.

-Venga, miausíguenos si quieres miausalir de aquí.

Las minúsculas hadas-gato se aproximaron a Ayla llenándolo todo de luz, ella las siguió miaucallada -no fuera a ser que la jefa la volviera a miaureñir- y fascinada con aquellos maravillosos seres de coloridas alas. Había hadas-gato de pelaje blanco, negro, atigrado, con mucho pelo, con poco pelo, de medio pelo, sin pelo, incluso alguna con peluca, y todas maullaban, ronroneaban y revoloteaban sin parar en torno a Ayla quien iba tan encantada que apenas se dio cuenta de que la niebla había desaparecido y que ya podía ver donde ponía los pies y el resto del cuerpo.

Una vez cumplida su misión, y tan súbitamente como aparecieron, las pequeñas hadas-gato desaparecieron.

-¡Otra vez sola! -murmuró Ayla y, con un gran suspiro, miró a su alrededor.

Si miraba hacia abajo, podía ver la niebla que acababa de atravesar gracias a las hadas-gato y si miraba hacia arriba veía la helada cima a la que tenía que llegar. Quedaba aún un buen trecho por recorrer y, aunque cansada y asustada, Ayla decidió que lo mejor sería seguir adelante.

El camino era cada vez más difícil y empinado y no tardó en sentirse muy cansada. Buscó un lugar donde sentarse un rato y se fijó en una enorme roca que no parecía demasiado incómoda. No era precisamente un sofá, ni una silla, ni siquiera un taburete, pero serviría para descansar un poco y eso es lo único que necesitaba en ese momento. Sin pensarlo mucho más, se subió sobre la gran roca y se puso a contemplar el paisaje sin querer pensar en lo que aún podía encontrar... Y entonces la roca se puso en movimiento. Algo que parecía ser una cabeza surgió por la parte frontal, otros “algos” que parecían ser patas aparecieron por ambos lados, luego la roca se elevó y, lenta muy lentamente, se puso en marcha. Aquello no era una roca como había creído, aquello era...

-¿Una tortuga? -exclamó Ayla- ¿Me he sentado sobre una tortuga?

-Pues yo diría que sí, señorita -dijo la tortuga con voz de abuela gruñona-, yo diría, es más, yo aseguraría que se ha sentado usted sobre una tortuga. Concretamente sobre una servidora.

-Usted disculpe, señora tortuga -respondió Ayla-, yo no sabía... yo pensaba... me pareció...

-Ya, ya, lo mismo que dicen todos los que me confunden con una silla: yo no sabía, yo pensaba, yo creía, me parecía... -refunfuñó la tortuga-, todos igual. Como si fuera tan difícil fijarse un poquito en dónde se sienta uno. ¿Me he sentado yo alguna vez sobre un humano? ¡Noooo, jamás! ¿Y por qué? ¡Porque yo me fijo muy bien dónde me siento!

Ayla pensó en decirle que ella nunca había visto una tortuga sentada ni sobre un humano, ni sobre nada, pero se lo pensó mejor y lo que dijo, muy avergonzada, fue:

-Lo lamento mucho, de verdad. No era mi intención. Me bajaré en cuanto usted se detenga, si no le es mucha molestia.

-Ah, sí, y ahora toca eso de que me tengo que parar para que se baje la señorita. Pues era lo que me faltaba, con la prisa que llevo yo hoy -rezongó la tortuga-. Pues no me da la gana, ahora se queda usted ahí hasta que a mí me dé la gana... hale, así aprenderá a no sentarse sobre respetables tortugas.

Y Ayla, muy callada y muy quieta para molestar lo menos posible, siguió sentada sobre la tortuga hasta que esta llegó al lugar al que se dirigía: una pequeña gruta en la que, tras detenerse para permitir que la niña se bajara, se metió sin dejar de gruñir y refunfuñar acerca de la gente que se sienta donde no debe y que no dejaban de molestarla.