Ilustraciones de Eliz Segoviano.
CAPÍTULO NOVENO
Ayla se sentía eufórica, parecía que ya le había cogido el truco a esto de enfrentarse a las pesadillas y cada vez sentía menos miedo. Se quedó allí hasta que el feliz dragón se perdió de vista y, luego, siguió su camino.
La cima estaba ya muy cercana y la niña avanzaba muy tranquila, convencida de que todo estaba a punto de acabar, y justo en ese momento lo que se acabó fue el camino. Ayla no podía seguir avanzando hacia la cima. Ante ella se levantaba una enorme pared por la que era imposible escalar.
-¿Y ahora qué hago? -preguntó al Aire, que se movía suavemente a su alrededor.
-Esperar -dijo el Aire.
Ayla se sentó y esperó. Pero no pasó nada.
Ayla se levantó y esperó. Pero no pasó nada.
Ayla se sentó, se levantó, se volvió a sentar, esperó... y nada.
-Aquí no pasa nada -dijo al Aire.
-Sigue esperando -respondió el Aire.
Y Ayla siguió esperando. Y esperó. Y esperó. Y esperó hasta que, tras un rato larguísimo, algo cambió: en la pared había aparecido una pequeña grieta. No era mucho, pero era algo.
Ayla miró fijamente la diminuta grieta casi sin parpadear. Poco a poco, la pequeña grieta se hizo tres veces más grande, luego seis veces mayor, y creció y creció sin parar hasta tener tamaño más que suficiente para que una persona pudiera pasar a través de ella.
-Yo ahí no entro -dijo Ayla con voz temblorosa-. Está muy oscuro y a saber qué cosas se esconden en esa cueva.
-Vale, como quieras, no entres -el Aire rozó suavemente su oreja-, pero si no entras en ella, no podrás llegar a la cima, y si no llegas a la cima, no podrás volver a casa.
-Vamos, que tengo que hacerlo quiera o no quiera.
-Eso es -afirmó el Aire.
Ayla no tenía más remedio que hacer lo que no quería hacer, así que respiró profundamente y, con seis decididos pasos, entró en la oscura caverna.
En cuanto estuvo dentro, el agujero se cerró tras ella de sí sin que pudiera hacer nada para evitarlo, y quedó allí encerrada sin atreverse a moverse porque no veía nada.
Cuando se acostumbró a la oscuridad, se dio cuenta de que no era tan completa como había creído: desde el lado opuesto de la cueva llegaba un fino hilo de luz y decidió caminar en aquella dirección. Avanzó despacio, sin alejarse de la pared, y poniendo un pie tras otro con muchísimo cuidado. A su alrededor se oían murmullos, roces y pasos. Había algo en aquella cueva, y ella estaba segura de que era algo horrible. Su imaginación le decía que estaba rodeada de monstruos temibles, horrorosos fantasmas, insectos gigantescos y bestias colosales. Estaba aterrorizada y el Aire le dio un susto morrocotudo cuando susurró en su oído:
-Recuerda que es un sueño. Recuerda que puedes cambiarlo. Recuerda que puedes acabar con la pesadilla en cuanto quieras.
Cuando el Aire se calló, otra voz, una chirriante y desconocida voz, susurró en su otro oído:
-No es cierto. Esto no es un sueño. Esto es real. No puedes cambiar nada.
Ayla se sobresaltó al escuchar esa nueva voz.
-¿Quién eres? -preguntó asustada.
-No le hagas caso -le dijo el Aire-. Es la Pesadilla la que habla, quiere engañarte para que no te libres nunca de ellas. Puedes cambiar el sueño, ya lo has hecho antes.
Era cierto, ya había cambiado el sueño antes, pero es que ahora estaba en la peor de sus pesadillas, la que más miedo le producía, y le costaba creer que pudiera hacerlo. A pesar de todo, cerró los ojos con fuerza, se concentró y...
Los sonidos callaron y la oscuridad pareció retroceder un poco, hasta que la nueva voz volvió a sonar en su oído:
-Es imposible. No se pueden cambiar los sueños. No tienes ningún poder.
Ayla abrió los ojos de golpe y, durante unos segundos, dejó de creer en su poder. La oscuridad regresó y volvieron a oírse los terroríficos sonidos.
Pero Ayla, con esfuerzo pero decidida, cerró otra vez los ojos e ignoró a la maliciosa voz que seguía diciéndole que era imposible. Se concentró aún con más fuerza que antes y repitió una y otra vez:
-No es más que un sueño. No es más que un sueño. No es más que un sueño y puedo cambiarlo.
Los sonidos que tanto la habían asustado fueron sustituidos por trinos, tintineos y una dulce música. La oscuridad retrocedió empujada por una suave luz dorada. El aire se llenó de diminutas hadas, de primorosos pájaros de colores, de polvo de estrellas. Y, mientras todo esto sucedía, la malvada voz que hasta hacía un momento intentaba convencer a Ayla de que todo aquello era imposible, lanzó un terrible rugido de furia y se hundió en la oscuridad que se retiraba, al tiempo que la espantosa gruta se desmoronaba poco a poco a su paso hasta que, con un último fogonazo, desapareció.
Ayla se encontró bajo la brillante luz del sol, aunque no en la cima de la montaña sino de regreso al mismo prado del que había partido.
Allí estaban la misma hierba, las mismas flores, las mismas ovejas -incluida la olfateadora que, con un par de trotes, se puso nuevamente a su lado- y su cama en el mismo lugar.
-¿Se ha acabado todo? -preguntó al Aire.
Y el Aire, haciendo bailar la hierba y las flores, respondió alegremente:
-Sí, se ha acabado.
-¿Me he librado de las pesadillas? -volvió a preguntar.
-No -respondió el Aire -. Tendrás pesadillas de vez en cuando, todo el mundo las tiene, pero ¿a que ya no te asustan como antes?
Ayla reflexionó unos segundos y contestó sonriente:
-No, es cierto, ya no me dan ningún miedo.
-Pues de eso se trataba. No se puede dejar de tener pesadillas, pero se puede dejar de temerlas. A fin de cuentas no son más que sueños y los sueños no pueden hacerte daño.
Y el Aire voló alegremente por el prado y levantó miles de semillas de dientes de león que cayeron sobre Ayla y las ovejas -incluida aquella que seguía olfateándola sin parar- como si fueran copos de nieve.
-¿Y ahora cómo regreso a casa? -preguntó la niña.
-Del mismo modo que llegaste -contestó el Aire revoloteando en torno a ella-. Acuéstate en tu cama, cuenta ovejas y duerme...
Ayla se sentó en su cama y contempló, por última vez, el precioso prado. Pensó en la cebra con uniforme y voz de pito, en el elefante de peluche que no dejaba de sonreír, en Charlie y Jackie jugando al “Tú la llevas” allá en el bosque, en las hadas-gato, en la tortuga gruñona, en el dragón negro y en el Aire parlanchín que la había acompañado durante todo su viaje.
-¿Podré volver a este lugar? ¿Volveré a ver a la cebra, al elefante, a Charlie, a Jackie, a la tortuga y al dragón? ¿Volveré a charlar contigo? -preguntó un poco triste.
-¡Por supuesto! -respondió alegremente el Aire- Siempre que quieras. Recuerda que estamos en tus sueños.
Más animada por esas palabras, Ayla se tumbó en su cama, se tapó y comenzó a contar ovejas:
-Una oveja... Dos ovejas... Tres ovejas... Cuatro ovejas...
Cuando abrió los ojos estaba de regreso en su dormitorio. Las ovejas habían desaparecido -un gran alivio para la niña que ya estaba bastante harta de limpiarse babas de oveja de manos y cara-, volvía a ser invierno y en el cielo brillaba una enorme luna llena en lugar del cálido sol.
Ayla suspiró feliz, cerró de nuevo los ojos y se durmió sin miedo a ninguna pesadilla.