jueves, 28 de agosto de 2014

Adrinada y Adrinuja (Ampliación)

Este no es un cuento nuevo en mi blog, fue subido en enero de 2013 pero hace poco alguien me pidió una ampliación para transformarlo en una obra de teatro y lo hice más que encantada. Este es el cuento tras la ampliación, espero tener pronto noticias de la obra de teatro :)



Adrinada era el hada más triste de todas las hadas que habitan en el bosque.
Y os preguntaréis todos -o al menos alguno- por qué Adrinada estaba tan triste, y yo os responderé a todos -o al menos a algunos- que Adrinada estaba tan tristísima porque, aunque el bosque estaba repletísimo de hadas, no tenía amigas, ni una, ni media, ni un cuarto... nada.
¿Por qué? -preguntaréis alguno que otro- ¿Es que era un hada antipática? No, para nada. ¿Es que acaso era mandona? No, en absoluto. ¿Era, tal vez, gruñona, presumida, egoísta, malhumorada, maleducada, mal... lo que sea? Pues no, no, no y no, ninguna de esas cosas. ¿Entonces? -preguntaréis los más preguntones- ¿Por qué Adrinada no tenía amigas? Y yo responderé -a los preguntones, a los otros no-: porque era diferente. ¿Sólo por eso? -volverán a preguntar los preguntones- Sí, sólo porque era más grande que las demás, y bastante más torpe también. Sólo porque no era tan guapa, ni tenía el pelo tan brillante y sus alas no tenía tantísimos colores como las de sus compañeras.
- Adrinada, pies de pato, cara de rana. -se reía el hada Agraciada.
-¡No es que tengas las alas pequeñas es que tú eres muuuuy grande! -decía el hada Monada.
-¡Eres tan vulgar! ¡Tan rara! ¡Tan... Adrinada! -se burlaba el hada Almibarada.
Y así todas las hadas, a todas horas, todos los días...


Al otro lado del bosque vivía Adrinuja, la bruja más triste de todas las brujas del bosque, que tenía la misma cantidad de amigas que Adrinada: cero patatero limonero porque, como Adrinada, Adrinuja era bastante diferente de sus compañeras: no era tan horrorosa como la mayoría de las brujas, casi no tenía verrugas, y no disfrutaba tanto como las otras haciendo trastadas por aquí, por allá, por acá y por acullá.
-¡Una bruja sin verruga, qué cosa tan horrorosa! -se reía la bruja Maruja.
-¡Y lleva flores en el sombrero! -decía la bruja Piruja.
-¡Es tan delicada! ¡Tan rara! ¡Tan... Adrinuja! -se burlaba la bruja Carduja.
Cierto día que las brujas andaban de excursión se encontraron con la pobre Adrinada que, triste y cabizbaja, paseaba solitaria por el bosque. Como se aburrían y eran brujas muy brujas, decidieron molestarla.
-¡Hey, mirad! -dijo la bruja Garduja- ¡Un hada remilgada!
-¿Quién quiere un poco de polvo de hada? -reía la bruja Maruja agitando las alas de Adrinada.
Las demás brujas, rodeando a Adrinada, se reían y se burlaban de la pobre hada que no sabía dónde esconderse ni cómo escapar. ¡Pobre Adrinada, la molestaban las hadas y la incordiaban las brujas!
Adrinuja miraba todo sin decir nada. Y se fue enfadando, enfadando, enfadando hasta que, harta de tanta tontería, se enfrentó a la cabecilla:
-¡Ya basta! ¡Dejad a esa pobre hada en paz! -gritó Adrinuja.

Y, con tres pases mágicos, la transformó en libélula y las demás -sorprendidas y asustadas- salieron huyendo.
Adrinada se sintió muy agradecida pero como aún estaba muy asustada y Adrinuja era una bruja, salió corriendo.
Al día siguiente, arrepentida, Adrinada preparó una gran tarta de fresas con chocolate, se fue al bosque y buscó a Adrinuja para regalársela. En la tarta ponía:
- ¡GRACIAS!
Adrinada le entregó la tarta a Adrinuja. Sonrió y salió corriendo.
Adrinuja se quedó con la boca abierta, parada, con la tarta en las manos y, al mirarla, se sintió muy feliz sin saber por qué.
La mañana después fue Adrinuja quien buscó a Adrinada para devolverle la bandeja de la tarta pero tampoco ella se atrevió a quedarse.
Dos días después Adrinuja buscó a Adrinada y Adrinada buscó a Adrinuja y, cuando se encontraron, comenzaron a charlar de esto, de aquello, de lo de más allá y de lo de más acá.
Sentadas entre los árboles andantes que se paseaban justo al borde del bosque, Adrinada le contó a Adrinuja lo rara que se sentía entre las demás hadas, como se reían de ella, que nunca había tenido amigas...
Adrinuja, apartando a un pequeño árbol que tenía ganas de jugar, escuchó atentamente al hada  y luego le contó su vida entre las demás brujas que venía a ser -más o menos- como la de Adrinada.
Cuando terminaron de hablar ya era casi de noche y tenían que volver a casa.
-¿Nos vemos mañana? -dijo Adrinuja con una sonrisa.
-¡Vale! -respondió Adrinada muy contenta.
Al día siguiente se vieron junto al río Cantarín y charlaron,  jugaron, cantaron y bailaron la canción del río y volvieron a charlar.
Y así fueron viéndose un día sí y el otro también. Un día en el claro de las flores parlanchinas, otro jugando con los duendes saltarines, algunos visitando a los dragones grandones y así, día a día, poquito a poquito, casi sin darse cuenta, Adrinuja y Adrinada se hicieron grandes amigas.
Pero ocurrió que el resto de hadas y brujas se enteraron de esta amistad. Y ocurrió que no les gustó nada ni a las brujas ni a las hadas. Y ocurrió que se lo contaron todo a sus reinas. Y la Admirada, la reina de las hadas y Albiruja, la reina de las brujas, se reunieron, discutieron y decidieron llamar a las dos amigas.
-¡Que traigan a Adrinada! -dijo la reina de las hadas.
-¡Que traigan a Adrinuja! -dijo la reina de las brujas.
Adrinada y Adrinuja, de pie frente a sus reinas, se daban la mano y miraban asustadas a todos lados.
Las brujas y hadas que las habían delatado, sonreían y cuchicheaban satisfechas.
-Nos han dicho -dijo Admirada, la reina de las hadas- que últimamente pasáis mucho tiempo juntas.
-Nos han contado -dijo Albiruja, la reina de las brujas- que os habéis hecho amigas... muy amigas.
-Hemos hablado mucho sobre esto que nos han contado... -dijo Admirada.
-Y pensamos que es maravilloso que seáis tan amigas -dijo Albiruja sonriendo-. Tan amigas como Admirada y yo.
Hadas y brujas abrieron los ojos como platos y abrieron las bocas todo lo que se puede abrir una boca.
-Lo que no nos gusta nada... -continuó Albiruja.

-Son las brujas y hadas chivatas -terminó Admirada-. Y es por eso que, a partir de hoy, y durante un mes estáis todas castigadas sin postre, sin chuches, sin cosas ricas y sin magia ninguna.
Adrinada y Adrinuja pasaron la tarde tomando té de violetas con las reinas. Se sentían felices.
Sus compañeras no tanto.
A partir de ese momento, la brujita y la hadita, se hicieron inseparables y no volvieron a sentirse solas.
Sus compañeras siguieron siendo tan tremebundamente tontas como siempre pero ya no les importaba porque ellas se querían tal y como eran: tan raras, tan diferentes, tan... ellas.
 

 

domingo, 17 de agosto de 2014

La princesa que usaba botas



La princesa Carlotta Margarotta vivía en un precioso palacio de princesa, dormía en una enorme cama de princesa, tenía una diminuta corona de princesa, lucía una preciosa melena de princesa, tenía muchísimos vestidos de princesa ... y  usaba unas enormes botas de color rojo.
Sus padres habían intentado que Carlotta Margarotta usara los preciosos zapatitos que todas las princesas deben usar, pero no había manera. La princesa nunca, jamás, consintió en meter sus pies en aquellos incómodos zapatitos. Ella sólo quería sus enormes, fuertes y cómodas botas rojas.
Con esas botas Carlotta Margarotta había recorrido todo su reino y la mitad del vecino, había subido la montaña más alta y había trepado a más de un árbol. Y todas esas cosas no se pueden hacer con zapatitos de cristal, ni con zapatos de tacón, ni con zapatos con lacitos, florecitas o cualquier otra cursilada de esas que suelen gustar a las princesas.  No señor, para eso es necesario llevar unas botas grandes, fuertes... y rojas, muy rojas, como las de Carlotta Margarotta.
Cierto día llegó a palacio el mensajero real con un mensaje real del real y magnífico reino de Suuri. El rey tomó el real mensaje que le traía el mensajero real, se puso sus reales gafas y leyó muy real y concentradamente.
El rey de Suuri invitaba a la princesa Carlotta Margarotta a participar en un concurso para elegir a la Princesa más Princesa de todas las Princesas. La ganadora se casaría con el príncipe Arnaldo, hijo de Arnoldo, rey de Suuri.
Por supuesto, Carlotta Margarotta no quería participar.
Por supuesto, sus padres la obligaron a participar.
Por supuesto, Carlotta Margarotta acabó participando.
Al concurso se presentaron cuatro princesas: Carlotta Margarotta, la princesa Pitiminí, la princesa Repipí y la princesa Finolís.
La primera prueba del concurso era una carrera. Una carrera por un largo pasillo. Un pasillo de suelos resbaladizos. Un pasillo por el que debían correr usando unos zapatos de tacones altísimos.
Pitiminí llegó la primera sin ningún problema.
Repipí llegó segunda porque tropezó con una mesita.
Finolís casi, casi -pero sólo casi- se cayó y llegó tercera.
El cuarto y último lugar fue para Carlotta Margarotta que resbaló, patinó, se cayó, se volvió a levantar, se volvió a caer y acabó la carrera gateando.
¡Un desastre!
La segunda prueba era dormir sobre veinte colchones y un diminuto guisante.
Repipí tardó exactamente tres segundos en notar el pequeño, diminuto, casi invisible guisante.
Finolís dio cuatro vueltas antes de notarlo.
Pitiminí aguantó un par de horas.
Y Carlotta Margarotta durmió como un tronco toda la noche.
¡Un desastre!
La última prueba era ser raptada por un dragón y esperar pacientemente a ser rescatada por un valiente caballero.
Finolís, mientras esperaba, se dedicó a bordar y se marchó encantada con su caballero.
Repipí pasó el tiempo mirándose al espejo y el caballero que fue a rescatarla tuvo que esperar a que terminara de pintarse las uñas antes de poder rescatarla.
Pitiminí durmió mucho, muchísimo, tantísimo que su caballero tuvo que llevársela dormida.
Y Carlotta Margarotta leyó y charló con el dragón. Leyó y jugó con el dragón. Leyó y le contó historias al dragón. Leyó y se hizo amiga del dragón.
Cuando llegó el caballero que tenía que rescatarla, Carlotta Margarotta no quiso irse.
¡Un desastre!
Su padre el rey, su madre la reina, el rey Arnaldo y el príncipe Arnoldo intentaron convencerla de que debía dejarse rescatar pero ni por esas.
Carlotta Margarotta se sentó en el suelo, se cruzó de brazos y se negó a moverse.


-¡No quiero ser una princesa tonta! -dijo-- ¡No quiero ponerme zapatitos de princesa, ni vestidos de princesa, ni peinarme como una princesa, ni hacer nada de princesa! Quiero mis botas rojas, subir a los árboles, correr, pasear, leer, jugar y estar con mi amigo el dragón.
Tras varios gritos, un gran enfado y dos o tres amenazas, los padres de Carlotta Margarotta, cansados, se sentaron en el suelo y hablaron con la princesa. Hablaron de sus botas, hablaron de ser princesa, hablaron del dragón, hablaron y hablaron hasta que los reyes aceptaron que Carlotta Margarotta no era una princesa como las demás princesas, aceptaron sus botas y aceptaron que el dragón se fuera a vivir con ellos.
El concurso de princesas acabó en un empate entre Pitiminí, Repipí y Finolí, así que el rey Arnaldo decidió que el príncipe Arnoldo eligiera con cuál las tres se casaría. Pero el príncipe Arnoldo, hijo del rey Arnaldo, se negó a casarse con ninguna de aquellas princesas cursis y aburridas:
-Yo quiero vivir aventuras -dijo. Y se fue. Así. Sin más.
Las princesitas volvieron muy enfadadas a sus reinos y, pasado un tiempo, se casaron con príncipes de los de toda la vida.
El príncipe Arnoldo se dedicó a vivir aventura tras aventura hasta que le llegó el momento de convertirse en rey.
Y Carlotta Margarotta vivió feliz en su reino, con sus padres, su dragón y sus cómodas y rojas, rojísimas botas.


 

 

domingo, 3 de agosto de 2014

La invasión de los monstruos



Una tarde de verano el pueblo se llenó de monstruos.
Monstruos grandes.
Monstruos pequeños.
Monstruos gordos.
Monstruos flacos.
Monstruos llenos de pelos.
Monstruos barbilampiños.
Monstruos con cuernos, con dientes afilados, con tentáculos, con garras y hasta con cien patas.
Monstruos rojos, azules, verdes, amarillos...
Monstruos desdentados o con grandes colmillos.
Monstruos de todos los colores, de varios olores y de unos cuantos sabores.
Pablito se cayó de culo cuando vio el primer monstruo.
El segundo monstruo lo vio la señora Engracia, la abuela de Luisito, que se escondió de un salto en la cesta de la ropa sucia.
Don Antonio, el alcalde, vio el tercero, y se metió bajo la mesa de su despacho.
Y el cuarto lo vieron Doña Marina, don Francisco y Marianita, que se metieron bajo la cama.


Todos y cada uno de los vecinos del pueblo se escondieron dónde y cómo pudieron.
Los armarios se vaciaron de ropa y se llenaron de gente.
Bajo las camas no quedó sitio ni para las pelusas.
Muchos se apretujaron tras las puertas.
Y hasta alguno hubo que intentó esconderse bajo la alfombra.
En menos que canta un gallo en la calle sólo quedaron monstruos que gruñían, rugían, bramaban y hasta uno -el más terroríficamente terrorífico- que maullaba.
Aquellos monstruosos monstruos corrían, saltaban, destrozaban, rompían y escacharraban.
Subían a los bancos de la plaza, sacudían los árboles, paseaban por los tejados, chapoteaban en las fuentes, peleaban entre ellos, hacían mucho ruido y lo dejaban todo hecho un asco.
Los habitantes del pueblo temblaban de miedo.
¿Qué querían esos horriblemente horribles monstruos?
¿Destrozar el pueblo?
¿Dominar el mundo?
¿Convertirlos en bocadillos?
Cuanto más pensaban en esas cosas más se asustaban.
Y cuanto más se asustaban, más se pegaban al suelo, o a la pared, o los unos a los otros, temblequeando de miedo.

Entonces, repentinamente de repente, todo se quedó en silencio.
-¿Qué habrá ocurrido? -se preguntaron todos- ¿Se habrán ido los monstruos monstruosos?
Pablito -que era el más valiente- se atrevió a mirar, y también doña Catalina y don Fabián, y dos o tres más.
Los monstruos, muy quietos, casi sin respirar, miraban a lo lejos y escuchaban.
Se oyó un horrible rugido.
Un monstruo de color naranja se encogió de miedo.
Uno con veinte ojos los cerró todos y se tapó la cara.
Otro, enorme, peludo y colmilludo se puso a temblar.
Y uno, pequeñito, se escondió entre las patas enormes del monstruo más enorme.
¿Qué cosa podía ser tan horrible para asustar a aquellos terribles y temibles bichos?
Algo tremebundo se acercaba.
Algo espantoso.
Algo horroroso.
Algo que de terror los llenaba.
Unas pesadas pisadas se acercaban.
-¡BROOM! ¡BROOM! ¡BLAAM!
El suelo temblaba y retemblaba tanto que todos decidieron salir de su escondite por miedo a que las paredes se vinieran abajo.
Entonces se oyó un:
-¡PLAAAFFF!
Las ventanas vibraron.
Las puertas golpetearon.
Un monstruo comenzó a lloriquear:
-¡BUAAA! ¡BUAAA!
 
Después, rugidos, aullidos, alaridos y maullidos.
-¡Grarguito más vale que vengas aquí inmediatamente! -gritó una especie de bolsa amarilla sin asas.
-¡Rurgarsita como no estés aquí en tres segundos te vas a enterar de lo que vale un peine! -aulló algo que parecía una pelusa enorme de color azul.
-¡Ya verás cuando le cuente a tu padre lo que has hecho! -rugió una cosa enorme llena de plumas.
Luego siguieron unos cuantos gritos, sermones, cachetes y tirones de orejas-cuernos-tentáculos.
Los vecinos del pueblo miraban todo con los ojos muy abiertos.
¡Resulta que aquellos terroríficamente terroríficos monstruos, aquellos monstruosamente monstruosos monstruos, aquellos bichos enormes y rarísimos eran niños disfrutando de sus vacaciones!
Como Pablito.
Como Marianita.
Como Luisito.
Como Andreita.
¡Tanto miedo!
¡Tanto susto!
¡Tanto terror!
¡Y todo por unos monstruos que ahora no daban miedo ni nada!
Los niños del pueblo miraban con las bocas abiertas a aquellos monstruos tan terroríficos que lloriqueaban. Y miraban aún más asombrados a aquellas mamás monstruosas que les reñían.
Y del miedo pasaron a sentir alivio. 


Luego se rieron un poquito, no mucho, porque a ellos también les regañaban de vez en cuando.
Y al final sintieron algo de pena porque, por culpa del miedo, se habían perdido la oportunidad de conocer a unos nuevos amigos.
Las mamás de los monstruitos pidieron disculpas.
Las mamás del pueblo sonrieron, comprensivas.
Los pequeños monstruitos lloriqueban.
Los niños del pueblo les daban ánimos
Las mamás monstruos se llevaron a los monstruitos de las orejas-cuernos-tentáculos-lo que fuera.
Los vecinos del pueblo les dijeron adiós con la mano.
-¡Qué tarde más rara! -Dijo don Ambrosio, el cartero.
Y todos estuvieron de acuerdo con él.
Luego, poco a poco, el pueblo volvió a su vida normal.
Nadie iba a olvidar nunca la invasión de los monstruos.