lunes, 18 de enero de 2016

Antón Ratón






El mayor sueño de Antón Ratón era ir a la luna.
No porque fuera muy aventurero, que no lo era.
Ni porque quisiera viajar al espacio, que no quería.
Ni porque deseara conocer mundos lejanos, que no lo deseaba.
No, señor, por nada de eso.
Antón Ratón quería ir a la luna porque estaba convencido de que era toda de queso y cada vez que la miraba, la tripa le rugía.
-¡Oh, cómo me gustaría ir hasta la luna! -suspiraba- ¡Debe estar de rica!
¿Pero cómo hacerlo?
¿Cómo llegar hasta allí?
Antón Ratón pensó, repensó y volvió a pensar y, después de darle muchas vueltas se le ocurrió que, a lo mejor, si subía a la cima más alta de la más alta montaña, podría dar un salto y subir a la luna.
Y eso hizo.
Tardó mucho en encontrar la montaña más alta  y muchísimo más en subirla.
Cuando por fin llegó a la cima intentó tocar la luna con la mano, pero no pudo.
Luego intentó llegar a ella de un salto, pero tampoco pudo.
La luna aún quedaba muy lejos.
Antón Ratón se sentó en una piedra y volvió a pensar y repensar y, mientras pensaba, observaba a un águila volar.
Y se le ocurrió una idea:

-¡Ya está! -exclamó- ¡Pediré a la señora Águila que me lleve hasta allá!
Y eso hizo.
Pero la señora Águila respondió:
-¿A la luna, dices? ¿Estás loco, ratoncito? ¡Está demasiado lejos, es imposible que llegue hasta allá!
Antón Ratón se quedó tristón y pensativo.
-¡Tiene que haber alguna forma de llegar! -se dijo. Y volvió a pensar y a repensar.
Y pensando y repensando, comenzó a caminar de vuelta a casa.
Miraba a unas hormigas trabajar cuando se le ocurrió que si todos los ratones del mundo se subieran unos sobre otros, él podría llegar a la luna.
Y eso hizo.
Antón Ratón fue de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, dando discursos pomposos y hablando con ratones importantes para convencerlos de que, si trabajaban todos unidos, podría llegar a la luna y que de ese modo podrían tener queso para muchos, muchos, muchos años.
Los ratones importantes se reunieron, hablaron, meditaron y decidieron que les parecía bien, pero como era un trabajo de todos los ratones pensaron que lo mejor era preguntarles si querían o no querían hacerlo.

 
Y los ratones no tan importantes se reunieron, hablaron, meditaron y, finalmente, decidieron que también les parecía bien y más que bien.
Antón Ratón estaba feliz y contento.
¡Por fin iba a cumplir su sueño de llegar hasta  la luna y comerse un buen pedazo!
El día elegido se hizo una gran fiesta, con banda de música, baile, banderines y hasta atracciones de feria.
Todos los ratones estaban entusiasmados y encantados.
Y llegó el momento.
Se colocó el primer ratón.
Luego, el segundo.
Luego, el tercero.
Luego, el cuarto.
El quinto.
El sexto....
Cada vez se unían más y más ratones y la torre era cada vez más y más alta.
Tan alta que los últimos ratones ya ni se veían desde el suelo.
Y cuando ya no quedó ni un sólo ratón por subir, subió Antón Ratón.
Despacito, con mucho cuidado, ratoncito a ratoncito, Antón Ratón fue subiendo. Primero, tan alto como la montaña más alta, luego tan alto como las nubes y, por fin, tan alto, tan alto, que Antón tocó la luna. 

¡Allí estaba! ¡Al fin lo había conseguido!  
¡Qué grande!
¡Qué redonda!
¡Qué blanca!
¡Y cómo olía a queso!
Antón Ratón alargó la mano, partió un buen trozo y dio un gran mordisco.
¡Qué queso tan rico!
Y los bigotillos se le movían de gusto.
Luego fue partiendo pedacitos y pasándolos al ratón de abajo, y este lo pasaba al siguiente, y este al siguiente y así hasta que llegaba abajo.
Al cabo de poco rato tenían queso, lo menos  lo menos, para un año.
Y poquito a poquito, muy despacito, bajaron todos de nuevo, empezando por Antón Ratón.
La fiesta duró tres días y todos los ratones comieron queso hasta hartarse.
Todos estaban felices: Antón Ratón había cumplido un sueño, los ratones tenían queso para mucho tiempo y, lo más importante, habían trabajado todos juntos para conseguirlo.
Desde entonces, los ratones, todos los meses, suben a la luna a recolectar queso y se la zampan casi toda.
Menos mal que Antón Ratón vigila para que dejen algo y la luna  pueda volver a crecer.



















sábado, 9 de enero de 2016

Camilo Gruñón


A Camilo Gruñón lo llamaban así porque pasaba el día de queja en queja, de protesta en protesta y de enfado en enfado.
Para Camilo Gruñón nada estaba bien nunca jamás de los jamases.
-Estas chuches están poco dulces -gruñía, aunque fueran las mejores golosinas del mundo.
-Este chocolate no está caliente -protestaba, aunque se quemara la lengua al tomarlo.
-Estos juegos son muy aburridos -se quejaba, aunque todos sus amigos se lo estuvieran pasando en grande.
-¡Este lápiz no está bien afilado! -se enfadaba, aunque la punta pinchara.
Cuando llegaba el verano se quejaba porque hacía mucho calor, cuando llegaba el invierno de que hacía mucho frío, en primavera y otoño porque ni fú ni fá... Y así con todo.
En el mismo rellano que Camilo vivía la señora Maruja, la bruja.
La señora Maruja, la bruja, era una señora muy simpática y amable pero estaba más que harta de escuchar las quejas, los gruñidos y los enfados de Camilo Gruñón.
Cierta tarde en que la señora Maruja -la bruja- bajó al parque a leer su libro de hechizos, encontró a Camilo haciendo lo que siempre hacía: quejarse. 


-¡Qué juego más aburrido! -decía.
-¡No me gusta esta pelota! -gruñía.
-¡Otra vez bocata de chorizo! -se quejaba.
Y así una y otra vez, una y otra vez.
Entonces, Maruja -la bruja- cerró su libro, se levantó, fue hacia Camilo Gruñón y le dijo:
-¡Niño gruñón y quejica! ¡Niño molesto y tristón! A partir de este momento, cada vez que te quejes, gruñas o protestes, de tu boca saldrá un sapo grandón.
Luego, se dio media vuelta, cogió su libro y se marchó.
Durante un rato, Camilo Gruñón se quedó callado, calladísimo y con cara de mucha sorpresa pero, al rato, volvió a jugar como si nada.
Hasta que abrió la boca para quejarse... Y no pudo.
-¡Este parque no... blurp! -dijo.
-¡Croac! -dijo el sapo feo y grandote que salió de su boca.
Camilo Gruñón, asustado, se tapó la boca con las dos manos y salió corriendo.
Estaba en casa, cenando, cuando Camilo Gruñón, empezó de nuevo a quejarse:


-¡La sopa está... blurp! -dijo.
-¡Croac! -dijo el sapo feo y grandote que cayó en su plato de sopa.
Los padres de Camilo Gruñón se asustaron mucho hasta que Camilo les contó lo que pasaba.
-¿No vais a hacer nada? -preguntó Camilo.
-La verdad es que lo tienes merecido -dijo su madre.
-Igual así aprendes  -dijo su padre.
-¡No, no vamos  a hacer nada! -dijeron los dos.
Y Camilo, enfadado y enfurruñado, se fue a su cuarto:
-¡Pues menudos padres que... blurp! -dijo
-¡Croac! -dijo el sapo feo y grandón que cayó sobre su cama.
Camilo Gruñón se tapó la boca, quitó al sapo de la cama y se acostó pensando que lo mejor era irse a dormir y, sobre todo, no abrir la boca.
Al día siguiente, Camilo siguió venga a quejarse y venga a gruñir y venga a protestar por todo. Y los sapos venga a salir de su boca. 


El colegio de Camilo Gruñón fue invadido por un montón de sapos que daban saltitos por las clases, el recreo y hasta por el despacho de la directora.
En la casa de Camilo había sapos hasta bajo las almohadas.
Y en el parque los niños tenían  que ir apartando sapos para poder jugar.
Aquello era un desastre.
Por suerte, al segundo día, la cantidad de sapos bajó.
Al tercero, bajó aún más.
Y al cuarto.
Y al quinto.
Y al sexto.
Y, de pronto, al séptimo, no apareció ningún sapo.
Camilo Gruñón había empezado, por fin, a dejar de quejarse, de gruñir y de protestar por todo y a darse cuenta de que sus padres se enfadaban menos con él, sus profesores lo trataban mejor, sus compañeros ya no salían huyendo cuando lo veían y empezaba a tener muchos más amigos.
Después de un mes, la señora Maruja -la bruja- volvió a ir a casa de Camilo a pedir un poco de azúcar.
-Me cuentan que ya no eres tan gruñón, Camilo. Eso está muy bien -le dijo.
-Gracias a su hechizo, señora Maruja -dijo Camilo-. Pero ya me lo puede quitar.
-¿Mi hechizo? -rió la bruja-. Mi hechizo hace tiempo que desapareció, Camilo.
Y la señora Maruja, la bruja, se marchó con su tacita de azúcar riéndose a carcajadas.
Camilo Gruñón, había dejado de ser un gruñón... ¡y sin ningún hechizo!