El mayor sueño de Antón Ratón era ir a la luna.
No porque fuera muy aventurero, que no lo era.
Ni porque quisiera viajar al espacio, que no quería.
Ni porque deseara conocer mundos lejanos, que no lo deseaba.
Antón Ratón quería ir a la luna porque estaba convencido de que era toda de queso y cada vez que la miraba, la tripa le rugía.
-¡Oh, cómo me gustaría ir hasta la luna! -suspiraba- ¡Debe estar de rica!
¿Pero cómo hacerlo?
¿Cómo llegar hasta allí?
Antón Ratón pensó, repensó y volvió a pensar y, después de darle muchas vueltas se le ocurrió que, a lo mejor, si subía a la cima más alta de la más alta montaña, podría dar un salto y subir a la luna.
Y eso hizo.
Tardó mucho en encontrar la montaña más alta y muchísimo más en subirla.
Cuando por fin llegó a la cima intentó tocar la luna con la mano, pero no pudo.
Luego intentó llegar a ella de un salto, pero tampoco pudo.
La luna aún quedaba muy lejos.
Antón Ratón se sentó en una piedra y volvió a pensar y repensar y, mientras pensaba, observaba a un águila volar.
Y se le ocurrió una idea:
-¡Ya está! -exclamó- ¡Pediré a la señora Águila que me lleve hasta allá!
Y eso hizo.
Pero la señora Águila respondió:
-¿A la luna, dices? ¿Estás loco, ratoncito? ¡Está demasiado lejos, es imposible que llegue hasta allá!
Antón Ratón se quedó tristón y pensativo.
-¡Tiene que haber alguna forma de llegar! -se dijo. Y volvió a pensar y a repensar.
Y pensando y repensando, comenzó a caminar de vuelta a casa.
Miraba a unas hormigas trabajar cuando se le ocurrió que si todos los ratones del mundo se subieran unos sobre otros, él podría llegar a la luna.
Y eso hizo.
Antón Ratón fue de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, dando discursos pomposos y hablando con ratones importantes para convencerlos de que, si trabajaban todos unidos, podría llegar a la luna y que de ese modo podrían tener queso para muchos, muchos, muchos años.
Los ratones importantes se reunieron, hablaron, meditaron y decidieron que les parecía bien, pero como era un trabajo de todos los ratones pensaron que lo mejor era preguntarles si querían o no querían hacerlo.
Y los ratones no tan importantes se reunieron, hablaron, meditaron y, finalmente, decidieron que también les parecía bien y más que bien.
Antón Ratón estaba feliz y contento.
¡Por fin iba a cumplir su sueño de llegar hasta la luna y comerse un buen pedazo!
El día elegido se hizo una gran fiesta, con banda de música, baile, banderines y hasta atracciones de feria.
Todos los ratones estaban entusiasmados y encantados.
Y llegó el momento.
Se colocó el primer ratón.
Luego, el segundo.
Luego, el tercero.
Luego, el cuarto.
El quinto.
El sexto....
Cada vez se unían más y más ratones y la torre era cada vez más y más alta.
Tan alta que los últimos ratones ya ni se veían desde el suelo.
Y cuando ya no quedó ni un sólo ratón por subir, subió Antón Ratón.
Despacito, con mucho cuidado, ratoncito a ratoncito, Antón Ratón fue subiendo. Primero, tan alto como la montaña más alta, luego tan alto como las nubes y, por fin, tan alto, tan alto, que Antón tocó la luna.
¡Qué grande!
¡Qué redonda!
¡Qué blanca!
¡Y cómo olía a queso!
Antón Ratón alargó la mano, partió un buen trozo y dio un gran mordisco.
¡Qué queso tan rico!
Y los bigotillos se le movían de gusto.
Luego fue partiendo pedacitos y pasándolos al ratón de abajo, y este lo pasaba al siguiente, y este al siguiente y así hasta que llegaba abajo.
Al cabo de poco rato tenían queso, lo menos lo menos, para un año.
Y poquito a poquito, muy despacito, bajaron todos de nuevo, empezando por Antón Ratón.
La fiesta duró tres días y todos los ratones comieron queso hasta hartarse.
Todos estaban felices: Antón Ratón había cumplido un sueño, los ratones tenían queso para mucho tiempo y, lo más importante, habían trabajado todos juntos para conseguirlo.
Desde entonces, los ratones, todos los meses, suben a la luna a recolectar queso y se la zampan casi toda.
Menos mal que Antón Ratón vigila para que dejen algo y la luna pueda volver a crecer.