sábado, 5 de diciembre de 2020

Calendario Adviento


5 de diciembre







¿Dónde está la nieve?


En la pequeña ciudad de Albaea la gente estaba la mar de preocupada, casi era Navidad y no había caído ni una nevada. 

Ni una pequeñita. 

Nada.

Cada mañana, al levantarse, todos se asomaban a las ventanas esperando encontrarse la ciudad blanca.

Pero nada.

No nevaba.

Ni mucho, ni poco.

Nada.

Aquello era un desastre de lo más desastroso, el invierno casi había llegado, la Navidad estaba al caer, el frío se paseaba por toda la ciudad, pero la nieve no llegaba.

Todo el mundo se quejaba, todo el mundo protestaba, todo el mundo preguntaba por qué no había caído ni un copo pequeñito, diminuto, enanito...

Todos menos los abuelos que intentaban contar que justo, justo lo mismo había pasado muchos años atrás.

Pero nadie les escuchaba.

— ¡Yo sé lo que pasa! — Decía un señor muy viejo a su hija mayor, pero ella no lo escuchaba.

— ¡Yo sé lo que ocurre! — Comentaba una señora de pelo muy blanco a su hijo menor, pero él no la escuchaba.

— ¡Nosotros sabemos por qué no nieva! — Decían todos los abuelos a sus hijos e hijas mayores, menores y medianos.

Pero ningún adulto parecía tener tiempo o ganas de pararse a escuchar a los abuelos.

Así que los abuelos, se reunieron en el parque y, tras una larga discusión en la que se repartieron caramelos, se compartieron jarabes y se tejieron bufandas, decidieron que ya que sus hijos no escuchaban tendrían que probar con sus nietos.




Y allá que fueron entre toses y carraspeos varios, cada uno en busca de su nieto, o de su sobrino-nieto, o del niño que tuviera más a mano a contarles que lo que estaba pasando.

— Esto ya pasó — les dijeron — hace muchos, muchos años. Hubo un invierno en que la nieve no llegaba y nadie sabía por qué. Entonces llegó un viajero, procedente de tierras lejanas y nos dijo que había visto al Pastor de Nubes de Nieve (también llamado Paneni) durmiendo como un lirón, allá en las montañas, muy bien abrigado. ¡El muy perezoso se había quedado dormido! ¡Había que despertarlo! Y ahora está ocurriendo exactamente lo mismo. Seguro que se ha dormido y por eso la nieve aun no ha venido. Nuestros padres tuvieron que ir a las montañas y despertar a Paneni para que trajera sus nubes hasta Albaea.

Tras enterarse de todo esto los niños hicieron una gran reunión para buscar una solución a tan gran problemón y decidieron que, ya que los mayores no hacían caso de los más mayores, o lo que es lo mismo, que no hacían caso de los abuelos ni de las abuelas, ni de los tíos abuelos ni de las tías abuelas, deberían ser ellos mismos quienes arreglaran el problema.

Reunieron toda la comida que pudieron para el camino, se abrigaron muy bien abrigados y, sin decir nada a sus padres porque, total, no los iban a escuchar y, peor, si los escuchaban no les iban a dejar marchar, los niños salieron del pueblo en busca del gigante Paneni.

Anduvieron durante varios días, cruzaron algún que otro río, atravesaron un par de bosques y, finalmente, llegaron al pie de las montañas. Las mismas montañas que se veían allá, desde sus casas y parecían tan chiquitas, desde allí se veían enormes. Pero ellos tenían algo importante que hacer y lo iban a hacer, así que, de dos en dos, cogidos de las manos, comenzaron a subir.


Subir fue cansado, y pesado, aburrido y bastante frío.

Algunos tropezaron, algunos se cayeron, todos se levantaron y siguieron avanzando.

Algunos temblaron, algunos se quejaron, todos juntos cantaron y siguieron avanzando.

Y así, paso a paso, llegaron frente a la enorme cueva donde vivía el gigante Paneni y no fue necesario entrar para comprobar si dormía: desde la entrada se podían oír sus sonoros ronquidos.

Ahora sólo quedaba despertarle.

Entraron todos juntos, muy juntos, para darse calor y para darse ánimos.

Primero intentaron despertarlo sacudiéndole, pero el gigante ni se movió.

Probaron a gritar su nombre, pero el gigante ni se movió.

Probaron a hacerle cosquillas en la nariz, pero el gigante ni se movió.

Y probaron a quitarle las mantas, pero el gigante ni se inmutó.

Usaron un espejo para que la luz del sol le diera en los ojos, y el gigante ni resolló.

Saltaron sobre su tripa, le pellizcaron los carrillos, le taparon la nariz... Y el gigante que no se despertaba.

Cansados, se sentaron lanzando todos un enorme suspiro...

Y el gigante, entonces, se despertó.

Miró, asombrado, a los niños.

Miró, preocupado, el calendario.

—¡Me he vuelto a dormir! ¿A que sí?

Los niños, mudos, afirmaron con la cabeza. 

El gigante era aún más gigante visto de pie, pero no parecía ni medio enfadado y, al cabo de un rato, se habían hecho todos muy amigos.

Un par de días más tarde, los niños entraban en el pueblo, acompañados del gigante y de una preciosa nevada que iba dejando todo blanco a su paso.










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