miércoles, 27 de abril de 2011

Colorín


Me contaron hace tiempo que en un lugar muy lejano existió un curioso reino con un curioso rey que había decretado una curiosa ley.


Me dijeron -los mismos que me contaron- que este rey era muy serio, muy formal y muy severo y opinaba que los colores eran cosa de alborotadores y agitadores, signo de frivolidad y no se podían permitir en un reino con tantísima dignidad. Así que el rey Seriedad -que así se llamaba el tal- lo primero que hizo al subir al trono fue emitir una ley que decía así:


Por orden de Su Majestad el Rey Seriedad queda prohibida cualquier muestra de hilaridad. Nada de risas, nada de sonrisas, Ni carcajadas o risotadas. Nada de fiestas, ferias, juegos o juguetes. Nada que cause diversión, ni un poquito ni un montón.


Igualmente quedan prohibidos todos los colores. Desde este mismo instante, todo será gris: grises las ropas, grises las casas, grises los edificios, gris el cielo y el río, grises los árboles y las flores y grises, también, los animales. Prohibida queda, también, la brillante luz del sol que, a partir de hoy, para variar, será gris.


Para acabar quedan prohibidas las golosinas y las canciones, pasteles y bailoteos y cualquier cosa que aleje al noble pueblo de Schwereland de la seriedad, severidad, dignidad, formalidad y solemnidad.


Y el Rey se quedó tan ancho.


Y la vida en Schwereland se volvió muy, muy triste. La gente estaba siempre mustia y de mal humor. Se hablaba poco y en susurros. Como hasta la luz del sol había sido prohibida, todos los habitantes del reino tenían la piel grisácea y apagada. Y, lo peor de todo, al cabo de un tiempo los niños comenzaron a enfermar, incluido el hijo del Rey, el príncipe Severo.


Nadie sabía qué ocurría. Nadie sabía qué pasaba.

El Rey preocupado, angustiado y muy asustado, reunió a los médicos más afamados de su reino y de los reinos vecinos... pero no sirvió de nada.


Luego buscó a los más célebres magos de su reino y de los reinos vecinos... pero no sirvió de nada.




A continuación mandó llamar a las más prestigiosas brujas de su reino y de los reinos vecinos... pero no sirvió de nada.



Hechiceros, curanderos, nigromantes, encantadores, taumaturgos, milagreros o sanadores. Todo el que fuera capaz de sanar por el medio que fuera pasó por el reino y ante el Rey pero ninguno sirvió de nada. Los niños seguían cada vez más enfermos. Y el reino, ya de por sí triste,  se hundió aún más en la pena.



Hasta que un día llegó al reino un duende vestido con tantísimos colores que de lejos parecía un pequeño arco iris. Un duende pequeñín y cantarín de nombre Colorín que venía tocando el flautín y llevaba, colgada al hombro, una enorme bolsa de color rojo llena de lápices, ceras, rotuladores, tizas y todo tipo de pinturas. El pequeño duende se fue directamente hacia los grises guardias que lo miraban asombrados y solicitó, con una sonrisa y una reverencia, ser recibido por el Rey Seriedad pues él sabía cómo curar a todos los niños de Schwereland.


El Rey estaba tan desesperado que, un poco a regañadientes, aceptó recibir al colorido Colorín y, tras tener con él una larga conversación, le permitió pasar al dormitorio del príncipe Severo que se encontraba tumbado en su gris cama, cubierto por grises mantas y recibiendo la grisácea luz del sol gris.


Colorín se acercó al paciente y le sonrió. Y el niño, sin saber por qué, le devolvió la sonrisa y eso le hizo sentirse un poco menos enfermo.


Luego Colorín sacó una piruleta roja, dos gominolas naranjas, tres pastelitos blancos e hizo que se lo comiera todo. Y el niño se sintió un poco menos enfermo.


El Rey Seriedad, viendo que se estaba incumpliendo la ley, quiso protestar pero la reina le dio un pisotón y le hizo notar que su hijo, al parecer, se encontraba mucho mejor.


A continuación Colorín tomó su bolsa y comenzó a sacar pinturas. Y pintó las cortinas de azul. Y pintó las sábanas de amarillo y las mantas de naranja, las paredes de lavanda y el pijama de verde esmeralda con ositos añil y estrellitas blancas. Y pintó unas flores rojas y un pájaro cián y hasta al Rey Seriedad le pintó un lunar.




El niño, extasiado, sonreía y reía y, a los pocos segundos, tras el duende saltaba de alegría. Y jugaban y bailaban y muy bien se lo pasaban.




El Rey Seriedad, con gran gravedad, tuvo que admitir que la enfermedad que su hijo padecía la había causado su ley y que sería mal Rey si, de manera inmediata, no la hacía desaparecer.



Y cambió el rey su nombre y se llamó Alegría y su hijo, desde entonces, se llamó Sonrisa. Y dio permiso el rey para que Colorín todo lo pintara y lo llenara de color.



Y curó el duende a todos los niños con golosinas, con cuentos, con colores, con música y con carcajadas pues lo único que tenían era escasez de alegría y de color que es algo que sienta muy mal al corazón.



Luego Colorín se puso a pintar. Pintó los caminos y pintó las casas. Pintó el cielo, el sol y las nubes. Pintó las ropas y las sonrisas. Pintó las flores, los árboles y los animales. Pintó todo lo que se podía pintar y enseñó a los niños a jugar, a cantar y a bailar.



Y, desde entonces, en el reino de Schwereland nunca, nunca más a la tristeza se la dejó pasar.




miércoles, 13 de abril de 2011

Rimas alfabéticas

Albertina



Albertina es andarina,
andarina y andariega,
andariega y andadora,
andadora y adivina.

Albertina es adivina,
adivina y agorera,
agorera y aojadora,
aojadora y andarina.

Albertina es andarina,
andarina y agorera,
agorera y andariega,
andariega y aojadora,
aojadora y andadora
andadora y adivina.




  El aligátor



Un aligátor aletargado,
apáticamente adormilado
y abúlicamente apoltronado,
acecha con aire admirado
a un armadillo acorazado,
atrevidamente ataviado
y alegremente animado.








Las babuchas


El babuchero babilónico
hace bonitas babuchas
y las vende baratuchas
a un bodeguero bucólico.

El bodeguero bucólico
bota y baila en la tenducha
y las devuelve por blanduchas
al babuchero babilónico.




  Baile submarino


La ballena Belena
balbucea bajito
bailando con un bonito
una bamba buena, buena.

Borboritos barbotando,
el bogavante Benito,
un bayón está bailando
con un bacalao bajito.



 

lunes, 4 de abril de 2011

El príncipe Humberto


La bella princesita tomó al sapo en la mano con suavidad pero con firmeza y, acercándolo a sus rojos labios, se disponía a besarlo cuando…

- ¡No, no, por favor, no me beses! – gritó aterrorizado el sapo.

- ¿Que no te bese? ¿Por qué no? – Lo interrogó la dulce princesa – Tú eres un sapo, yo soy una princesa, tengo que besarte. Es la tradición, ya sabes…

- Ya, ya sé que es la tradición pero es que… verás… ¿Me permites que te cuente una historia?

- Claro ¿Por qué no? Adelante.

- Muy bien, pues verás…

… El príncipe Humberto era guapo y esbelto.


Elegante, inteligente, educado y responsable.

El príncipe Humberto tenía todo lo que un príncipe podía desear y era todo lo que un príncipe quería ser.

Pero no era feliz. Ni tan siquiera se sentía un poco satisfecho. Tampoco es que fuera desgraciado. Más bien se sentía gris, de lo más gris que puedas imaginar.

El príncipe Humberto cumplía con todos sus deberes sin rechistar: se enfrentaba a dragones cada martes. Jueves y lunes, salvaba a dulces doncellas. Los sábados y domingos se le iban entre cacerías matinales y bailes nocturnos donde se veía obligado a tratar con encantadoras princesitas y malvadas madrastras. El resto de la semana la pasaba entre clases de idiomas, de protocolo, esgrima, diversos tipos de lucha...

Pero cuanto más le alababan, cuanto mejores notas sacaba, cuanto más orgulloso se mostraba su padre el rey; menos satisfecho se sentía él con su vida principesca.


Un día, mientras paseaba con su amiga la Hechicera del Bosque Más o Menos Encantado, decidió abrirle su corazón y hablarle sobre su extraña insatisfacción. La Hechicera lo escuchó atentamente - era éste uno de sus mejores poderes mágicos- y, tras pensarlo un par de instantes le comentó que hacía tiempo que ella se había dado cuenta de su curiosa desazón y que lo único que podía aconsejarle era que se tomara unas largas vacaciones.

Al príncipe Humberto le pareció una maravillosa idea aunque no sabía cómo podría llevarla a cabo. Desde luego, su padre no iba a dejarle marchar así como así porque para él lo primero era el deber. Y de nada servía intentar fugarse porque su cara era tan conocida que sería fácilmente reconocido por muy bien que se disfrazase. Tras darle muchas vueltas al asunto, su amiga la Hechicera del Bosque Más o Menos Encantado, le ofreció la única solución que le pareció plausible en ese momento: transformarlo en sapo.

 - ¿Por qué en sapo? ¿Es que no se te ocurre otro animal más apropiado para un príncipe? – preguntó Humberto.


- Justamente – dijo la Hechicera – no hay animal más apropiado para transformar a un príncipe que un sapo. Es de lo más tradicional.

El príncipe aceptó a regañadientes. Su amiga le recordó que sólo había dos maneras de volver a su ser: una, que ella misma lo transformara y dos, que encontrara una princesa lo suficientemente loca -y, lamentablemente, había muchas de esas- como para darle un beso a un sapo asqueroso.

Y el caso fue que, aunque en un principio al príncipe eso de ser sapo no le parecía muy atractivo, al cabo de un tiempo se dio cuenta de que no le importaba y comenzó a disfrutar de la libertad que le daba ser un animal: no tenía obligaciones de ningún tipo, no tenía agenda ni horarios ni responsabilidades. No debía fingir sentir lo que no sentía, ni tenía que ser amable con quien le caía mal, ni se veía obligado a ser estrictamente educado. Como sapo dormía, comía, nadaba, disfrutaba del sol y no pensaba en nada que no fuera vivir. Por fin entendía por qué, a pesar de tener todo, nunca se había sentido feliz… hasta ahora.

Por supuesto, Humberto no acudió en busca de su amiga la Hechicera para volver a convertirse en príncipe y, también por supuesto, huyó de cualquier bella princesita que se acercara a su charca.

El Príncipe Humberto había encontrado la felicidad en la simple vida de sapo y nunca volvió a su vida anterior…

- Ajá, entiendo. Así que tú eres el príncipe Humberto y no quieres volver a ser humano.

- No. Para nada. El príncipe Humberto es aquel sapo gordo sobre la roca grande.

- Entonces… ¿por qué no me has dejado besarte?

- Fácil. Por dos motivos: uno, que ya estoy harto de que toda princesa que me encuentro intente besarme (¡Con el repelús que me dan las princesas! Dicho sin ánimo de ofender) y dos, que yo no soy un príncipe.

- ¿Y a qué ha venido lo de contarme esa historia?


- A nada, sólo quería matar el rato.

- Vaya. En fin. No conocerás ningún príncipe sapo que esté dispuesto a dejarse besar por una princesa ¿verdad?

- Pues… podrías probar en la charca de al lado, me han dicho que se acaba de mudar un príncipe nuevo… igual él está dispuesto a dejarse besar.


- Vale, pues iré a ver. Muchas gracias y lamento haberte molestado.

- Nada mujer, a mandar…Uf, menos mal que los tiempos han cambiado y cada vez hay menos de estas princesas tontorronas. Si no, no se podría vivir tranquilo.

Y pensando en los buenos tiempos presentes y futuros, el sapo atrapó su merienda y luego se zambulló en las profundidades de su hermoso estanque.









 Pilar, la osa polar, ha salido a patinar, con su patinete nuevo.