martes, 29 de marzo de 2011

Duendes

Érase que se era un duendecillo de nombre Amaranto. Un duendecillo chiquito, chiquito, no más alto que un lápiz.

Érase que se era un duendecillo pequeñajo, chiquitajo y con mucho desparpajo, que malo, lo que se dice malo, no era pero travieso... ufff... travieso lo era un rato.

Érase que se era que traía fritos al resto de los duendes. Sobre todo a los duendes más viejos del bosque a los que hacía perrerías día, tras día, tras día.

En cierta ocasión, por ejemplo, Amaranto pasó toda una noche taponando con hojas secas las puertas de las casas de todos sus vecinos duendes y no veas la que se armó cuando, por la mañana, quisieron salir.

Otra vez robó las nueces que las ardillas habían estado recolectando durante todo el otoño y luego olvidó dónde las había escondido. Menos mal que lo recordó a tiempo o a saber qué habría sido de las pobres ardillas ese invierno.
 
Un día se dedicó a robar los huevos de todos los nidos que encontró. Tomó los huevos del pájaro carpintero y los puso en el nido de la lechuza, los de la lechuza en el nido de los pinzones, los de los pinzones en el nido de los zorzales, los de los zorzales en el nido de los petirrojos... Ni te imaginas la que se lió. El bosque se llenó de trinos, chillidos, ululares, batir de alas y picotazos. Las aves se peleaban, furiosas, entre ellas... hasta que descubrieron al auténtico culpable y lo persiguieron durante horas y horas y más horas.

Cansados de sufrir las travesuras de Amaranto en casa, los más ancianos decidieron que ya era lo suficientemente mayor como para enviarlo por esos mundos a molestar, incordiar, fastidiar, jorobar, marear y mortificar a quien pudiera... y a alguno más.

Así que, érase que se era que salió Amaranto de su bosque natal más contento que unas pascuas, feliz como una lombriz, alegre como unas castañuelas y... y... bueno, eso, que se fue encantado de poder ver el mundo externo de allá afuera y con una sonrisa de punta de oreja a punta de oreja.


  Los primeros días Amaranto andaba un poco confuso y difuso, se quedaba patidifuso ante tanto coche, tanta gente, la luz de noche, el ruidoso ambiente... Pero en menos que canta un gallo, en un pispás, en un santiamén, en un periquete... o sea, vaya, lo que se dice en poquísimos días, Amaranto, estaba encantado y maravillado de lo bien que se vivía en la ciudad de los humanos.

Érase que se era que eligió, con sumo cuidado, un barrio con sus calles. Una calle con sus casas. Una casa con su familia. Una familia con su mamá, su papá, sus hijo, su abuelita y su perro. En fin, que Amaranto, eligió, escogió, esto... cómo era... ah, sí, seleccionó un nuevo hogar.

Una vez alojado en un hueco que encontró en un rincón de la despensa -donde vivía un pequeño ratón al que no le quedó más remedio que mudarse cuando Amaranto se instaló porque a Amaranto no lo aguantan ni los ratones...- el duende pequeñajo, chiquitajo y con mucho desparpajo se dedicó a lo que mejor se le daba: molestar, incordiar, estorbar, fastidiar, marear y mortificar a quien pudiera... y a alguno más.

Así que en aquella casa comenzaron a pasar cosas. Cosas raras. Cosas curiosas. Cosas y más cosas.

  Cuando mamá hacía la colada y le desaparecían dos o tres calcetines, era culpa de Amaranto que se los llevaba para vestirse con ellos. Cuando papá se quitaba las zapatillas y perdía una y luego aparecía en otra habitación o debajo del sofá, era culpa de Amaranto que se divertía escondiéndolas.  Cuando, de repente, Anselmo -el perro- se ponía a ladrar a no se sabía qué y volvía locos a todos en la casa, era culpa de Amaranto que se divertía haciéndole muecas y burlas. Cuando se rompía algún jarrón o desaparecían las galletas de chocolate y castigaban a Max -el hijo-, era culpa de Amaranto que disfrutaba rompiendo cosas y comiendo galletas. Cuando la abuela aseguraba haber dejado las tijeras de costura justo, justo, a su lado pero aparecían sobre el televisor, era culpa de Amaranto que se lo pasaba en grande volviendo locos a todos. Si algún miembro de la familia, sin saber cómo ni por qué, tropezaba en la escalera, era culpa de Amaranto que encontraba muy divertido hacer caer a la gente. Todo lo que desaparecía o se rompía.  Todo accidente que en la casa ocurría. Todo, todo, era culpa de Amaranto.

Amaranto era tremendamente, enormememente, exageradamente feliz en aquella ciudad, en aquel barrio, en aquella casa, con aquella familia.

Érase que se era que en el bosque donde nació Amaranto los ancianos, viendo lo bien que había salido todo con el duendecillo traviesillo, decidieron que todo duende especialmente molesto y fastidioso, sería enviado a esos mundos de fuera y más allá.

  Por eso, vigila. Si desaparecen tus lápices de colores. Si tus muñecas no están dónde las dejaste. Si mamá se queja de que no encuentra sus gafas. Si papá gruñe porque alguien le ha roto su vaso favorito. Si la abuela extravía su dentadura. Si tu perro ladra al aire; o tu gato mira fijamente la pared; o tu pez dorado gira como loco en su pecera...

Vigila, estate atento. Muy atento. Puede ser que algún duendecillo chiquitajo y con mucho desparpajo -un duende travieso llamado Adamanto, Amianto, Agramanto o algo terminado en -anto- se haya mudado a tu casa.

Vigila, está atento. Muy atento. Ten mucho cuidado.

2 comentarios:

  1. Pues me da mi que en mi casa, entonces, vive una colonia de duendes completa...

    ResponderEliminar
  2. Necio Hutopo: Ah, pues si quieres un día de estos, juntamos a los tuyos con los míos y nos montamos una fiesta porque yo creo que en casa los hay docenas :D

    ResponderEliminar

 Pilar, la osa polar, ha salido a patinar, con su patinete nuevo.