Era
una
casa
muy
grande,
encima
de
una
colina,
en
un
pueblo
muy
remoto
de
un
país
que
no
era
China.
Vivían
en
la
casona
cuatro
fantasmas
felices
que
a
nadie
molestaban
ni
asustaban
porque
no
había
a
quien
aterrar
ni
incordiar,
ni
ganas
que
tenían
de
hacerlo.
Ellos
eran felices paseando
por
la
gran
casa
a
cualquier
hora
sin
que
nadie
intentara
echarlos
de
allí
y
sin
que
nadie
diera
gritos
de
terror
al
verlos.
Pero
todo
cambió
para
los
cuatro
fantasmas
de
la
casona
encima
de
la
colina
el
día
en
que
una
nueva
familia
-papá,
mamá,
dos
hijos,
la
abuela,
un
perro,
un
gato,
un
periquito
y
tres
macetas
de
geranios-
se
mudaron
a
la
casa
y
acabaron
con
la
paz
y
la
tranquilidad
de
la
fantasmagórica
casona.
Al
principio
estaban
los
fantasmas
tan
asustados
y
preocupados
que
decidieron
irse
a
vivir
al
desván
y
no
dejarse
ver
ni oír por
los
nuevos
habitantes
pero
estar
allí
todo
el
día
y
toda
la
noche
era
muy
aburrido
sobre todo para
unos
fantasmas
que
nunca
duermen.
De
modo
que,
al
poco
tiempo,
empezaron
salir
un
ratito
cada
noche,
para
dar
un
paseo
por
la
casa
y
estirar
un
poco
las
sábanas;
eso
sí,
de
uno
en
uno,
para
no
llamar
la
atención.
Poquito
a
poquito,
y
viendo
que
no
pasaba
nada,
los
fantasmas
se decidieron a
salir
más
a
menudo
y,
al
cabo
de
unos
meses,
hasta
salían
de
día
aunque,
claro
está,
sin
dejarse
ver
por
la
familia
no
fuera
a
ser
que
les
diera
por
llamar
a
uno
de
esos
medios
o
midius
o
médiums
o
como
se
llamen,
que
asustaban
a
los
fantasmas
con
sus
horrorosas
túnicas
y
sus
cosas
raras.
Pasaron,
pues,
las
semanas
sin
más
problema
que
aguantar
unos
cuantos
ladridos
del
perro,
que
el
gato
los
mirara
fijamente
cuando
pasaban
a
su
lado,
algo
de
música
estruendosa,
peleas
de
los
niños
y
una
abuela
que
ponía
a
toda
pastilla
el
volumen
del
televisor
porque
era
un
poco
sorda
y
no
quería
perderse
ninguno
de
los
cotilleos
de
sus
programas
favoritos.
Los
fantasmas
seguían
sin
soportar
a
los
humanos
y
todo
el
ruido
que
armaban
pero,
vaya,
parecía
que
quizás
fuera
posible
vivir
todos
juntos,
eso sí, ignorándose
cuidadosamente los
unos
a
los
otros.
Los
fantasmas
incluso
llegaron
a
pasárselo
en
grande
en
Halloween
con
aquella
maravillosa
decoración
de
calabazas,
murciélagos,
brujas
y
demás
cosas
terroríficas,
y
todos
aquellos
niños
disfrazados
de
monstruos monstruosos.
Durante
esos
días
los
fantasmas
disfrutaron
como
nunca
y
hasta
se
atrevieron
a
salir
de
la
casa
y
dejarse
ver
por
todo
el
mundo.
Como
era
Halloween
nadie
se
daba
cuenta
de
que
eran
fantasmas
de
verdad
y
la
gente,
al
verlos
pasar,
les
felicitaban
por
sus
estupendos
disfraces.
Sí,
señor,
todo
iba
bien,
estupendamente
bien...
Hasta
que
llegó
la
Navidad
y
se
lió
parda.
A
los
viejos
fantasmas
de
la
gran
casona
-¡qué
se
le
va
a
hacer!-
no
les
gustaba
la
Navidad.
No
porque
les
pareciera
cursi
-que
sí
les
parecía-,
ni
porque
pensaran
que
era
ñoña
-que
lo
pensaban-,
ni
porque
creyeran
que
los
villancicos
eran
horrorosos
-que
lo
creían-,
ni
porque
opinaran
que
la
decoración
era
espantosa
-que
lo
opinaban-.
A
los
viejos
fantasmas
de
la
vieja
casona
nos
les
gustaba
la
Navidad
porque...
Porque...
¡Pues
porque
no
les
gustaba
y
nada
más!
Y
cuanto
más
se
acercaba
la
Navidad,
más
gruñones
se
volvían
y
más
refunfuñaban
y
más
se
quejaban
y
más
protestaban
y
más
insoportables
se
ponían.
Finalmente
se reunieron en el desván donde vivían desde que tenían compañía
en la vieja casona y, tras mucho hablar y mucho discutir, decidieron
pasar a la acción y declararle la guerra a la Navidad. Iban a hacer
todo lo posible para que no hubiera adornos
ni villancicos ni dulces navideños ni nada de nada de nada que
oliera a esas fiestas.
Y
llegó el día en que toda la familia se puso en marcha para llenar
la gran casona de adornos navideños: guirnaldas en puertas y
paredes, calcetines en la chimenea, velas en las mesas, figuritas de
Papá Noel por todos lados, un precioso árbol en el salón. La
casona fantasmal se llenó de luz y olor a Navidad.
Ese
día a los fantasmas les salió una horrible urticaria debido a la
alergia que todo eso les provocaba y, tras pasarse todo el día
rascándose sin parar, decidieron que era el momento de actuar.
Se
pusieron unos guantes de goma y quitaron todos los adornos navideños
que encontraron y volvieron a meterlos en sus cajas... y el árbol lo
llevaron, tal cual, al jardín.
Pero
a la mañana siguiente, una vez superada la sorpresa y el susto, los
niños , sus papás y la abuela, volvieron a colocarlo todo
nuevamente en su sitio.
Los
fantasmas no se rindieron y, esa noche, llenos de picores y con los
guantes puestos, volvieron a recoger todos los adornos navideños...
y el árbol lo llevaron al sótano.
Cuando
la familia despertó y se encontró con todo recogido ya no se
sorprendió ni se asustó tanto. Enseguida les había quedado claro
que tenían fantasmas antinavideños en casa pero eso no les iba a
impedir celebrar la Navidad, faltaría más. Es decir, que ellos
tampoco se iban a rendir así que vuelta a empezar con toda la
decoración por tercera vez.
Y
los fantasmas volvieron a recogerlo y llevaron el árbol al tejado.
Y
la familia volvió a colocarlo todo en su sitio.
Y
los fantasmas lo quitaban todo.
Y
la familia volvía a colocarlo.
Que
la mamá encendía el horno para preparar galletas o pasteles
navideños, iban los fantasmas y lo apagaban.
Que
la abuela ponía villancicos, pues los fantasmas los quitaban.
Que
los niños escribían cartas a Papá Noel o a los Reyes Magos, los
fantasmas se las escondían.
Y
así día tras día.
Hasta
que todos, familia y fantasmas, acabaron agotados y aburridos de
quitar y poner, de poner y de quitar. Lo habían hecho tantas veces y
estaban tan cansados que, en alguna ocasión, incluso se equivocaron
y lo hicieron al revés: la familia quitó los adornos y los
fantasmas los colocaron.
Una
mañana el papá decidió que lo mejor sería hablar con los dichosos
fantasmas y llegar a algún acuerdo o se iban a pasar la Navidad
quitando y poniendo cosas. Como no sabía qué hacer para hablar con
ellos se le ocurrió que lo mejor era llamarlos a gritos desde el
salón de la gran casona. Y los fantasmas, cansados, enfurruñados y
llenos de urticaria, fueron apareciendo uno a uno dispuestos a acabar
con aquello de una vez por todas.
Estuvieron
hablando
horas
y
horas
y
más
horas.
Y
hablando
y
hablando
descubrieron
los
fantasmas
que
aquella
familia
les
caía
bien
y
la
familia
descubrió
que
aquellos
fantasmas
no
eran
tan
antipáticos
como
creían...
pero
seguían
sin
encontrar
una
solución
a
su
problema.
O
seguían
con
su
particular
guerra
-de
la
que
estaban
hartos-,
o
se
iban
los
fantasmas
-que
no
tenían
la
menor
intención-,
o
se
iba
la
familia
-que
tampoco
tenía
la
menor
intención-,
o
se
rendían
unos
o
se
rendían
los
otros
-y
ni
los
otros
ni
los
unos
querían
rendirse-.
¿Cómo
iban
a
solucionar
aquello?
Y
pensaron
y
pensaron
y
siguieron
pensando
hasta
que,
por
fin,
a
uno de los niños se
le
ocurrió
una
idea
estupenda.
¿Y
si
hacían
una
especie
de
Naviween
o
Hallowidad?
Si
mezclaban
ambas
fiestas
y
adornos
de
las
dos
quizás
les
gustara
más
a
los
fantasmas
y
dejarían
de
tener
urticaria.
Y
tras
meditarlo
todos
durante
un
rato
decidieron
que
no
pasaba
nada
por
probar...
Y
eso
hicieron.
Entre
todos,
fantasmas
y
humanos,
adornaron
el
árbol
combinando las
bolas
de
toda
la
vida
con
pequeñas
calabazas
y
mezclando
espumillón
con
telas
de
araña.
Hicieron
guirnaldas
con
muérdago
y
murciélagos.
Pusieron
figuritas
de
fantasmas sonrientes
vestidos
de
Papá
Noel
y
Papá
Noel
montado
en
una
escoba
de
bruja.
Y
así
con
todos
los
adornos
navideños,
haciendo
una
mezcla
de
lo
más
curioso.
Se
prohibieron
los
villancicos
porque
les
daba
dolor
de
cabeza
a
los
fantasmas
pero
a
cambio
los
fantasmas
les
enseñaron
unas
canciones
muy
divertidas
y
unos
dulces
muy
curiosos.
En
fin,
que
aquellas
fiestas,
Navidad
lo
que
se
dice
Navidad
no
parecían
pero
divertidas
lo
que
se
dice
divertidas,
lo
eran
un
rato
y
todos
se
lo
pasaron
en
grande.
En
realidad
les
gustó
tantísimo
tanto
a
humanos
como
a
fantasmas
que,
a
partir
de
entonces,
en
la
gran
casona
de
la
colina
de
un
país
que
no
era
china,
al
llegar
el
invierno,
se
preparaban
con
entusiasmo
para
celebrar
Naviween
o
Hallowidad
o
como
quieras
llamarlo.