Pagotín Pereñín Pachín vivía en un agujero al pie del árbol más alto, grueso y anciano del Bosque Más o Menos Encantado.
Pagotín Pereñín Pachín era un duende no muy alto, regordete, pelirrojo, pecoso y con un gran culete.
La mayor parte del año nadie prestaba demasiada atención al pequeño duende pero cuando llegaba el invierno... Ah, cuando llegaba el invierno Pagotín Pereñín Pachín se volvía la mar de importante. Super importante. Importantísimo. Tan importante que sin él la Navidad no sería Navidad. Bueno, sí que sería Navidad pero no sería una Navidad como tiene que ser la Navidad. Sería una Navidad... distinta... diferente... rara...
Todos los años, por Navidad, los habitantes del Bosque Más o Menos Encantado se reunían en un claro justo en el centro del bosque. Y justo en el centro de ese claro había un abeto. El abeto más alto. El abeto más grueso. El abeto más anciano de todo el bosque. Y ese abeto era el abeto en el que vivía Pagotín Pereñín Pachín y él, el pequeño, el regordete, el pelirrojo, pecoso de gran culete, era el encargado de decorarlo.
En cuanto Pagotín Pereñín Pachín olía el frío en el aire del bosque, sacaba todos los preciosos adornos del enorme sótano donde estaban guardados y vigilaba atentamente el cielo, atento de cualquier detalle que le indicara que estaba a punto de caer la primera gran nevada. Y cuando caía dejando al gran abeto totalmente cubierto de blanco, Pagotín Pereñín Pachín ponía manos a la obra. Corría arriba y abajo por todo el abeto, cargando con brillante espumillón y adornos de todos los colores.
El pequeño duende tarda dos días enteros en acabar de decorarlo el abeto y la noche del último día, llama a todos los habitantes del bosque y pide a las hadas que lo iluminen con sus luces mágicas.
Entonces se oye un gran “¡Oooooooohhhh!” y Pagotín Pereñín Pachín sonríe de oreja a oreja, satisfecho y feliz con el trabajo bien hecho.
Pero la última Navidad la cosa fue diferente y Pagotín Pereñín Pachín no se quedó nada contento pero nada de nada.
-A este abeto le falta algo -pensó Pagotín Pereñín Pachín-. Le falta algo y no sé qué puede ser.
Pagotín se alejó un poco para verlo mejor pero no sirvió de nada.
Pagotín Pereñín se alejó otro poco más a ver si así... pero no sirvió de nada.
Pagotín Pereñín Pachín se alejó otro poco más a ver si por fin... y entonces, miró al cielo y vio lo que faltaba:
-¡Una estrella! -casi gritó-. ¡Una preciosa estrella en lo más alto! ¡Eso es lo que le falta!
¿Pero de dónde iba a sacar una estrella?
Pues del cielo, claro, ¿de dónde si no? Subiría hasta la cima de la montaña donde vivía aquel dragón tan gruñón, cogería una estrella, la traería hasta el bosque y luego la pondría en el abeto. ¡Sería super mega extra fácil!
Dicho y hecho, sin tan siquiera pararse a cenar, el duende regordete, se puso en marcha y, a ratos silbando, a ratos saltando, a ratos cantando, Pagotín Pereñín Pachín, llegó a la montaña.
Subió por ella muy despacito, con mucho cuidadito, fijándose bien dónde ponía sus pies pequeñitos y a ratos resbalando, a ratos trastabillando y a ratos trepando, Pagotín Pereñín Pachín, llegó a la cima. Miró hacia el cielo.
Estiró los brazos.
Se puso de puntillas y estiró los brazos.
Se subió a una gran piedra, se puso de puntillas y estiró los brazos.
Dió saltitos subido a la gran piedra de puntillas y estirando los brazos.
Cayó sobre su gran culete más de dos y de tres veces... pero nada, imposible, no podía coger una de aquellas estrellas por mucho que quisiera.
Cuando cayó la cuarta vez, Pagotín Pereñín Pachín oyó una risita.
¿Quién se estaba riendo de él?
Pagotín miró a la derecha pero allí no había nadie.
Pagotín Pereñín miró a la izquierda y tampoco vio a nadie por allá.
Pagotín Pereñín Pachín miró detrás suyo y de su gran culete pero no, por aquel lado tampoco había nadie.
Y la risa sonó otra vez... ¿desde arriba?
El pequeño duende levantó la cabeza y por fin vio quien se reía tantísimo.
Era una estrella. Nada menos que una estrella. Después de tanto caminar, subir, trepar y saltar, había una estrella casi justo sobre sus narices... y se estaba riendo de él.
Cuando, por fin, Pagotín Pereñín Pachín consiguió cerrar la boca, la estrella le preguntó quién era y Pagotín se lo dijo y le contó qué hacía allí y lo que quería.
La estrella se enfadó un poco -muy poco, casi nada- porque a las estrellas no les gusta nada la idea de que alguien intente secuestrarlas -bueno, ni a las estrellas, ni a los duendes, ni a los niños...- pero como veía que, en realidad, el duende del gran culete no tenía mala intención se le pasó enseguida y dijo:
-Bueno, las noches son muy aburridas aquí arriba y a mí no me importaría tener un poco de compañía así que, si quieres, me puedes enseñar donde está ese árbol tuyo y yo, cada noche, bajaré hasta allí.
Pagotín Pereñín Pachín saltó, brincó, gritó, dio volteretas... y se cayó otras dos o tres veces más haciendo que la estrellita se partiera de risa.
Y Pagotín le mostró a la pequeña estrella dónde estaba el Bosque Más o Menos Encantado.
Y la llevó hasta el gran abeto en el centro del claro que está en el centro del bosque.
Y a la estrella le gustó. Le gustó muchísimo. Así que, cada noche, mientras fue Navidad, la estrellita bajaba hasta el árbol, se sentaba en lo más alto y, desde allí, charlaba y reía con todos los habitantes del bosque.
Y lo pasó tan bien, tan bien y se hizo tan amiga de todos que, cuando acabó la Navidad, la estrella continuó bajando cada noche, para estar con ellos.
No ha habido, no hay, ni habrá árbol de navidad más bonito que el abeto que, cada año, decora el duende regordete, pelirrojo y de gran culete: Pagotín Pereñín Pachín.