domingo, 28 de diciembre de 2014

El señor Abrigo



El señor Abrigo llegaba siempre a Ciudad Alegre con la primera nevada del año... o tal vez era la primera nevada del año la que llegaba siempre con el señor Abrigo.  A saber.
Fuere el uno primero y la otra después o la otra primero y el uno después, el caso es que, en cuanto el primer copo de nieve comenzaba a caer, se escuchaba a lo lejos el “ring ring” del timbre rojo de la roja bicicleta del señor Abrigo. Y antes de que el segundo copo tocara el suelo, la gente ya estaba llenando las aceras, las ventanas, los balcones, las puertas de las tiendas y hasta alguna farola, para ver al señor Abrigo dar su primer paseo por la ciudad y darle la bienvenida:
-¡Bienvenido señor Abrigo! -gritaban.
-¿Cómo está usted, señor Abrigo? -le decían.
-¡Qué alegría verle de nuevo, señor Abrigo! -le saludaban.
Y el señor Abrigo, sin detenerse, sonreía, agitaba la mano y contestaba:
-¡Hola, hola, hola! ¡Qué gusto estar aquí de nuevo! ¡Hola, hola, hola!


Y seguía pedaleando por toda la ciudad mientras la gente -como cada año- comentaba lo enorme que era su enorme abrigo naranja, y lo larga que era su larguísima bufanda a rayas, lo enfadado que parecía su gato atigrado, sentado tan estirado en la cesta de la bicicleta, o lo divertido que era ver aquel pequeño cuervo negro echado sobre su boina azul. Mientras tanto, la nieve se iba acumulando, el frío iba aumentando y la gente, poquito a poco, se iba marchando sintiéndose feliz sin saber por qué, como pasaba cada vez que llegaba el señor Abrigo.
El señor Abrigo vivía en la ciudad -nadie sabía exactamente dónde, cómo, ni por qué- desde esa primera nevada hasta que caía el último copo de nieve. Y durante todo ese tiempo, los habitantes de Ciudad Alegre -nadie sabía exactamente cómo ni por qué- buscaban al señor Abrigo: los mayores, para charlar y los pequeños para jugar y todos, todos, porque junto al señor Abrigo se sentían la mar de bien.
El señor Abrigo para todos tenía sonrisas, para todos tenía tiempo, para todos tenía una palabra, para todos tenía cariño. Escuchaba al señor Antonio, el ferroviario jubilado, hablar de trenes. Compartía con doña Anselma, la vieja maestra, recetas y chismes. Ayudaba a Pepe, el de la tienda de comestibles, con el inventario y a Marisa, la panadera, con sus panes. Traía los bolsillos de su enorme abrigo llenos de chuches y nunca se negaba a jugar con los niños. Nadie se explicaba cómo lo hacía pero el caso es que el señor Abrigo, tenía tiempo para todo y para todos y siempre, siempre, sonreía.

Pero aquel invierno, Ciudad Alegre no era tan alegre y ni el señor Abrigo conseguía que sus habitantes olvidaran del todo sus problemas, sobre todo los adultos. En Ciudad Alegre, aquel año, había gente que no tenía con qué calentarse, y gente que casi no tenía con qué alimentarse por Navidad, no habría luces en las calles, grandes cenas en las mesas ni juguetes bajo los árboles.
Todos estaban tristes, mustios, apagados y ni el señor Abrigo, con su bici, su cuervo y su gato, conseguía traer la suficiente alegría a sus corazones para compensar tanta tristeza.
Y entonces el señor Abrigo tuvo una de sus locas y fantásticas ideas.
Decoró un viejo perchero con guirnaldas de luces y colgó de sus múltiples brazos viejos farolillos de todos los tamaños. Se lo ató a la cintura, subió a su bici, puso a su cuervo en la boina y la boina sobre su cabeza,  colocó a su gato enfadado y atigrado en la cesta, y se fue a pasear por la ciudad.
Al verlo pasar, con su abrigo, su bufanda, su boina, sus animales y su perchero, los adultos no podían evitar una sonrisa a pesar de la tristeza y los niños, divertidos, saltaban, reían y corrían a su lado.
El señor Abrigo llevó su perchero de paseo por toda la ciudad y, aquel primer día, los habitantes de Ciudad Alegre, iluminados por la luz de aquellos faroles y animados por el pequeño gesto del señor Abrigo, empezaron a recuperar la sonrisa y las ganas de hacer cosas. 


Al día siguiente, el señor Abrigo volvió a coger perchero, bicicleta, gato y cuervo y, todos juntos, volvieron a pasear por la ciudad, sonriente el señor Abrigo, con cara de mal humor su gato, dormido el cuervo en su boina, lleno de luz el viejo perchero. Y se paraba el señor Abrigo a hablar con éste y con aquél y, en cada persona con la que hablaba, iba dejando una pequeña semilla, una pequeña luz, una diminuta idea. Así, tras pasar el señor Abrigo -no se sabe exactamente cómo ni por qué- los importantes dueños de las importantes empresas decidieron dar trabajo a quien no lo tenía, se dio calefacción a quien pasaba frío, alimentos a quien lo necesitaba y se reunieron juguetes para todos los niños.
Al tercer día volvió el señor Abrigo a pasear con sus animales y su perchero, y descubrió que los habitantes de Ciudad Alegre habían decidido poner su propia decoración navideña en las calles: los balcones se llenaron de guirnaldas, coronas y espumillón, en las ventanas se pusieron lamparitas, farolillos y velas y más de uno (de dos y de tres) decidió sacar su árbol de navidad a la calle. Ciudad Alegre nunca había tenido una decoración de Navidad tan bonita como aquella.
El cuarto día, Nochebuena, todos los vecinos de Ciudad Alegre, sin decir nada, sin ponerse de acuerdo, sin saber cómo ni porqué, se reunieron en la Plaza Mayor para cenar todos juntos y, en el centro, presidiendo todo, el viejo perchero lleno de luces del señor Abrigo.
No ha habido en Ciudad Alegre mejor Navidad que aquella.




El resto del invierno pasó, el señor Abrigo siguió escuchando a unos, ayudando a otros y jugando con los más pequeños. Ciudad Alegre recuperó el color y la sonrisa y, cuando el último copo de nieve comenzó a caer, el señor Abrigo, con su enorme abrigo, su larguísima bufanda, su gato gruñón sentado en su cesta y el pequeño cuervo dormitando en su boina, se fue montado en su roja bicicleta haciendo sonar su rojo timbre. La gente llenaba las aceras, las ventanas, los balcones, las puertas de las tiendas y hasta alguna farola para despedirse:
-¡Adiós, señor Abrigo! ¡Hasta el próximo invierno!
-¡Cuídese mucho, señor Abrigo!
-¡Le echaremos de menos, señor Abrigo!
Y el señor Abrigo, sin detenerse, sonreía, agitaba la mano y contestaba:
-¡Hasta pronto, amigos! ¡Hasta el próximo invierno! ¡No dejen de sonreír!
Y antes de que el último copo de nieve hubiera llegado al suelo, el señor Abrigo desapareció tras la primera curva de la carretera y en el aire sólo quedaba el “ring ring” del rojo timbre de su roja bicicleta.
Y en medio de la plaza de Ciudad Alegre se quedó aquel maravilloso perchero que ayudó a traer de nuevo la sonrisa de todos sus habitantes.

domingo, 21 de diciembre de 2014

Pajarito Pajarete



Pajarito Pajarete, pequeñito, vago y regordete, no quiso volar hasta el sur:
-¡Qué pereza! -protestaba- ¡Qué cansado! ¡Vete tú! Yo este año me quedo. Volar tanto me da una pereza...
Y por mucho que sus amigos lo intentaron, por mucho que su familia lo empujó, Pajarito Pajarete se cruzó de brazos y a moverse se negó.
El invierno estaba muy cerca, no podían esperar más, así que se encogieron de hombros y dejaron a Pajarito en paz. Prepararon sus maletas y se dispusieron a viajar.
Y Pajarito Pajarete, pequeñito, vago y regordete, tras decir adiós a todos, se quedó en casa tan ricamente.
El calor fue desapareciendo, las nubes fueron llegando, las noches se fueron alargando y el frío fue, poquito a poco, aumentando.
El otoño -marrón, amarillo y rojo- fue acabando y el invierno -blanco, gris y azul- asomó la nariz:


-¡Brrrrr, qué frío! -se quejaba Pajarito Pajarete- ¡Brrrr, qué horror! ¡Qué frío tan helador! ¡Si parece que viva en un congelador!
Pajarito Pajarete, que nunca había usado ropa, tuvo que ponerse bufanda, gorrito, calcetines, orejeras, guantes y hasta un abrigo chiquitito. Dejó su nido porque había mucha corriente y buscó un hueco en un árbol para estar más caliente, se metió en un rinconcito y de ahí sólo salía para buscar algo que lo alimente.
Un día, al despertar, descubrió que el bosque se había vestido de blanco.
-Así que esto es el invierno -dijo Pajarito Pajarete a una ardilla que por allí pasaba-. Es bonito,  a pesar del frío. Sí, me gusta. No está nada mal.
-Pues ya verás -dijo la ardilla dando saltitos sin parar-, ya verás, cuando llegue Navidad.
Pajarito Pajarete, se quedó pensativo. Con tantas cosas nuevas, se había olvidado de la Navidad. Iba a pasarla solito, en eso sí que no había pensado. Y se acordó de su familia, y recordó a sus amigos y se puso muy triste, muy triste, muy apenadito.


Durante los días siguientes, los animales del bosque, corrían de allá para acá y de acá para allá, todos atareados en la tarea de decorar. Que si espumillón por aquí, que si bolas por allá, que si guirnaldas, que si coronas, muérdago, calcetines y demás.
Pajarito Pajarete, pequeñito, vago y regordete, también ayudaba con la decoración pero en lugar de estar alegre, cada día que pasaba se ponía más tristón.
Y llegó la Nochebuena y todos alrededor del árbol, cantaron villancicos, rieron,  bailaron y hasta comieron turrón. Todos menos Pajarito que, metido un rincón, calladito, pensaba, arrepentido de su pereza,  en los que se habían marchado.
A la hora de la cena volvieron todos a sus casas, con sus familias, acompañados. Todos menos Pajarito Pajarete que, pequeñito, vago y regordete, se fue paso a pasito, a llorar a su agujerito.
Pero al llegar a su árbol vio que algo raro ocurría: mucho ruido, muchas luces, muchos cantos, muchas risas. ¿Que era aquello? ¿Qué ocurría? ¿Qué era toda esa alegría?
Y entonces, bajo una rama, Pajarito Pajarete, vio a su mamá. Y justo, justo a su lado, estaba su papá. Y al lado de papá, sus hermanos, y sus hermanas, y sus tíos,y sus tías... ¡Y todos los demás!
Habían vuelto a por él. A pasar la Navidad. Porque si no estaban todos juntos, lo iban a pasar muy mal. De modo que, a medio camino, decidieron regresar.
Pajarito Pajarete, pequeñito, vago y regordete, tuvo las mejores navidades de todas las navidades de su vida.
Y después, todos juntos juntitos, felices y contentitos, volaron hacia el sur. Sí, todos, hasta Pajarito Pajarete, pequeñito, vago y regordete que no quería volver a quedarse solo nunca jamás.

jueves, 23 de octubre de 2014

Delia Noelia y la lluvia



Delia Noelia tiene unas botas de agua de color rojo.
Y un chubasquero del mismo color.
Y un paraguas de un rojo muy chillón.  
A Delia Noelia le gusta la lluvia.
Y le gusta bailar a su son.
Y saltar en los charcos, o de uno en uno, o de dos en dos.
Y contar las gotas que caen en el balcón.
Y dormirse poquito a poco con su canción.
Delia Noelia, como es otoño, cada mañana se lo pone todo:
su chubasquero, sus botas, su paraguas y hasta un gorro.
-¿Cuándo llueve? -pregunta la niña- ¿Cuándo lloverá, mamá?
Pero su madre no sabe cuando la lluvia caerá.
Delia Noelia, como es otoño, cada mañana, buscando la lluvia, mira al cielo:


-¿Cuándo lloverá, abuelo?
Pero el abuelo no sabe cuándo lloverá.
Delia Noelia, como es otoño, espera, desespera y vuelve a esperar,
pero la lluvia no quiere llegar.
Sentada en el parque con su chubasquero,
su paraguas rojo, sus botas y su perro
Delia Noelia mira al cielo,
a las nubes, a su padre y señala con el dedo:
-¿Cuándo lloverá, papá?
De pronto, una gota, la moja al pasar.
-Pues parece que ahora mismo va a empezar.
Y tras la primera, vino la segunda
y, corriendo, corriendo, llega la tercera.
la cuarta, la quinta, la sexta... 

En un momento cae un chaparrón.
Delia Noelia abre su paraguas,
sube la capucha de su chubasquero
y, con gran entusiasmo, baja al suelo,
para saltar, bailar y cantar.
Delia Noelia con sus botas de agua de color rojo,
su chubasquero del mismo color,
y su paraguas de un rojo muy chillón,
disfruta de la lluvia,
baila a su son,
y salta los charcos, o de uno en uno,
o de dos en dos.


 

martes, 7 de octubre de 2014

Noche de brujas


Era un otoño otoñal lleno de hojas amarillas, de hojas marrones y hasta de hojas rojas.
Como era otoño otoñal, las noches eran frías y nadie salía de casa.
Todo el mundo prefería quedarse junto al fuego, con una taza de chocolate caliente y una mantita suave, todos acurrucaditos y contando historias.
Bueno,  todo el mundo... o casi.
Porque allá afuera, en la otoñal noche de otoño, pululaban unos cuantos hombres lobos, varios vampiros, algunos fantasmas y muchas, muchas brujas que brujeaban y se preparaban para celebrar su Gran Noche.
Cuando la luna estuviera llena, brillante y redonda como una torta, se reunirían todas las brujas del lugar y de cuatro o cinco lugares más, y celebrarían una gran fiesta.
Las brujas pirujas, las corujas y hasta las papandujas, andaban muy ocupadas, liadas y más que atareadas.
Cada bruja tenía su tarea y cada tarea tenía su bruja.
La bruja Marbuja, gran cocinera, se pasaba las horas en la cocina preparando pasteles de alas de murciélago, tortitas de cola de escorpión, canapés de dedos de momia zurda o sandwiches de colas de lagarto con salsa sanguinolenta.
La bruja Marduja, preparaba y experimentaba con cócteles de sangre, batidos de cerebro, zumo de mocos y otras bebidas igual de repugnantes.
La encargada de la decoración era la bruja Marcuja, que llenaba el bosque de esqueletos inquietos, murciélagos con lumbago, telarañas y alimañas.



Sin embargo, el trabajo más importante -y hasta rimbombante- era el de la bruja Mariluja, la encargada de conseguir que la luna llena estuviera limpia relimpia, llena rellena y brillante rebrillante. Porque la luna reluna, con tanto humo como salía de la tierra, con tanto polvo estelar volando entre las estrellas y con tantos extraterrestres paseándose de acá para allá en sus especiales naves espaciales, se ponía perdida y por eso había noches en que ni se veía. En cuanto eso ocurría, allá que iba Mariluja con su escoba y sus trapos a barrer poquito a poquito y a dar brillo despacito despacito, hasta el día en que la luna volvía a verse limpia relimpia, brillante, enorme y muy blanca.
Pero ese mes Mariluja había estado muy enferma y no pudo hacer su trabajo. ¿Y qué pasaba cuando Mariluja no podía hacer su trabajo? Que la suciedad se iba juntando, juntando y la luna acababa desapareciendo bajo un montón de porquería. Las demás brujas estaban tan ocupadas que no se dieron cuenta de nada hasta que, dos noches antes de la fiesta, a Marduja le dio por mirar la luna y... la luna no se veía por ninguna parte.
Marduja corrió en busca de sus compañeras y, en un pispas, todas las brujas que aquella noche de otoño otoñal pululaban y trabajaban se reunieron para intentar encontrar una solución.
Las brujas hablaban y gritaban, discutían y daban voces, se levantaba y se sentaban, se movían, gesticulaban y, alguna, miraba y callaba. Y pasaban los minutos. Y pasaban las horas. Y las brujas discutían y discutían pero nadie hacía nada... todas menos una. 


Una bruja pequeñita, con unas gafas muy grandes y un sombrero enorme se levantó sin decir nada. Cogió su escoba, cubo y bayetas, voló hasta la luna lunera y se puso a barrer, limpiar y sacar brillo.
Calladita, tranquilita, sin prisa pero sin pausa, Marujita, la brujita, consiguió limpiar un pequeño rinconcito de la luna. Y el rinconcito, despacio, se hizo rincón y allá abajo, en la tierra, un rayo de luna llegó hasta donde las demás brujas seguían la discusión... Y Marbuja miró hacia arriba, y también miró Marduja, y luego miró Mariluja y luego miraron todas las brujas discutidoras.
Y cuando vieron aquel puntito pequeñito que se movía despacito sobre la luna, limpiando y relimpiando, sintieron mucha vergüenza y hasta se pusieron coloradas. Ellas allí perdiendo el tiempo, discutiendo sobre que si tú o que si yo y sobre que si aquello o que si lo otro y, mientras, Marujita, la brujita, allá arriba, con sus gafotas y su sombrerote, venga a barrer, a frotar y a limpiar.
Después de mirarse un rato los zapatos y mirarse entre ellas, las brujas cogieron sus escobas, cubos y bayetas, volaron hasta la luna lunera y, sin decir ni un cuarto de palabra, se pusieron a barrer, limpiar y sacar brillo.
Despacito y calladitas, poquito a poquito, dejaron la luna más limpia y brillante que nunca. Nombraron a Marujita, la brujita, reina de la Gran Noche de Brujas y se lo pasaron mejor que nunca bajo la luna más llena de todas las lunas llenas de todas las noches de otoño otoñales.

jueves, 28 de agosto de 2014

Adrinada y Adrinuja (Ampliación)

Este no es un cuento nuevo en mi blog, fue subido en enero de 2013 pero hace poco alguien me pidió una ampliación para transformarlo en una obra de teatro y lo hice más que encantada. Este es el cuento tras la ampliación, espero tener pronto noticias de la obra de teatro :)



Adrinada era el hada más triste de todas las hadas que habitan en el bosque.
Y os preguntaréis todos -o al menos alguno- por qué Adrinada estaba tan triste, y yo os responderé a todos -o al menos a algunos- que Adrinada estaba tan tristísima porque, aunque el bosque estaba repletísimo de hadas, no tenía amigas, ni una, ni media, ni un cuarto... nada.
¿Por qué? -preguntaréis alguno que otro- ¿Es que era un hada antipática? No, para nada. ¿Es que acaso era mandona? No, en absoluto. ¿Era, tal vez, gruñona, presumida, egoísta, malhumorada, maleducada, mal... lo que sea? Pues no, no, no y no, ninguna de esas cosas. ¿Entonces? -preguntaréis los más preguntones- ¿Por qué Adrinada no tenía amigas? Y yo responderé -a los preguntones, a los otros no-: porque era diferente. ¿Sólo por eso? -volverán a preguntar los preguntones- Sí, sólo porque era más grande que las demás, y bastante más torpe también. Sólo porque no era tan guapa, ni tenía el pelo tan brillante y sus alas no tenía tantísimos colores como las de sus compañeras.
- Adrinada, pies de pato, cara de rana. -se reía el hada Agraciada.
-¡No es que tengas las alas pequeñas es que tú eres muuuuy grande! -decía el hada Monada.
-¡Eres tan vulgar! ¡Tan rara! ¡Tan... Adrinada! -se burlaba el hada Almibarada.
Y así todas las hadas, a todas horas, todos los días...


Al otro lado del bosque vivía Adrinuja, la bruja más triste de todas las brujas del bosque, que tenía la misma cantidad de amigas que Adrinada: cero patatero limonero porque, como Adrinada, Adrinuja era bastante diferente de sus compañeras: no era tan horrorosa como la mayoría de las brujas, casi no tenía verrugas, y no disfrutaba tanto como las otras haciendo trastadas por aquí, por allá, por acá y por acullá.
-¡Una bruja sin verruga, qué cosa tan horrorosa! -se reía la bruja Maruja.
-¡Y lleva flores en el sombrero! -decía la bruja Piruja.
-¡Es tan delicada! ¡Tan rara! ¡Tan... Adrinuja! -se burlaba la bruja Carduja.
Cierto día que las brujas andaban de excursión se encontraron con la pobre Adrinada que, triste y cabizbaja, paseaba solitaria por el bosque. Como se aburrían y eran brujas muy brujas, decidieron molestarla.
-¡Hey, mirad! -dijo la bruja Garduja- ¡Un hada remilgada!
-¿Quién quiere un poco de polvo de hada? -reía la bruja Maruja agitando las alas de Adrinada.
Las demás brujas, rodeando a Adrinada, se reían y se burlaban de la pobre hada que no sabía dónde esconderse ni cómo escapar. ¡Pobre Adrinada, la molestaban las hadas y la incordiaban las brujas!
Adrinuja miraba todo sin decir nada. Y se fue enfadando, enfadando, enfadando hasta que, harta de tanta tontería, se enfrentó a la cabecilla:
-¡Ya basta! ¡Dejad a esa pobre hada en paz! -gritó Adrinuja.

Y, con tres pases mágicos, la transformó en libélula y las demás -sorprendidas y asustadas- salieron huyendo.
Adrinada se sintió muy agradecida pero como aún estaba muy asustada y Adrinuja era una bruja, salió corriendo.
Al día siguiente, arrepentida, Adrinada preparó una gran tarta de fresas con chocolate, se fue al bosque y buscó a Adrinuja para regalársela. En la tarta ponía:
- ¡GRACIAS!
Adrinada le entregó la tarta a Adrinuja. Sonrió y salió corriendo.
Adrinuja se quedó con la boca abierta, parada, con la tarta en las manos y, al mirarla, se sintió muy feliz sin saber por qué.
La mañana después fue Adrinuja quien buscó a Adrinada para devolverle la bandeja de la tarta pero tampoco ella se atrevió a quedarse.
Dos días después Adrinuja buscó a Adrinada y Adrinada buscó a Adrinuja y, cuando se encontraron, comenzaron a charlar de esto, de aquello, de lo de más allá y de lo de más acá.
Sentadas entre los árboles andantes que se paseaban justo al borde del bosque, Adrinada le contó a Adrinuja lo rara que se sentía entre las demás hadas, como se reían de ella, que nunca había tenido amigas...
Adrinuja, apartando a un pequeño árbol que tenía ganas de jugar, escuchó atentamente al hada  y luego le contó su vida entre las demás brujas que venía a ser -más o menos- como la de Adrinada.
Cuando terminaron de hablar ya era casi de noche y tenían que volver a casa.
-¿Nos vemos mañana? -dijo Adrinuja con una sonrisa.
-¡Vale! -respondió Adrinada muy contenta.
Al día siguiente se vieron junto al río Cantarín y charlaron,  jugaron, cantaron y bailaron la canción del río y volvieron a charlar.
Y así fueron viéndose un día sí y el otro también. Un día en el claro de las flores parlanchinas, otro jugando con los duendes saltarines, algunos visitando a los dragones grandones y así, día a día, poquito a poquito, casi sin darse cuenta, Adrinuja y Adrinada se hicieron grandes amigas.
Pero ocurrió que el resto de hadas y brujas se enteraron de esta amistad. Y ocurrió que no les gustó nada ni a las brujas ni a las hadas. Y ocurrió que se lo contaron todo a sus reinas. Y la Admirada, la reina de las hadas y Albiruja, la reina de las brujas, se reunieron, discutieron y decidieron llamar a las dos amigas.
-¡Que traigan a Adrinada! -dijo la reina de las hadas.
-¡Que traigan a Adrinuja! -dijo la reina de las brujas.
Adrinada y Adrinuja, de pie frente a sus reinas, se daban la mano y miraban asustadas a todos lados.
Las brujas y hadas que las habían delatado, sonreían y cuchicheaban satisfechas.
-Nos han dicho -dijo Admirada, la reina de las hadas- que últimamente pasáis mucho tiempo juntas.
-Nos han contado -dijo Albiruja, la reina de las brujas- que os habéis hecho amigas... muy amigas.
-Hemos hablado mucho sobre esto que nos han contado... -dijo Admirada.
-Y pensamos que es maravilloso que seáis tan amigas -dijo Albiruja sonriendo-. Tan amigas como Admirada y yo.
Hadas y brujas abrieron los ojos como platos y abrieron las bocas todo lo que se puede abrir una boca.
-Lo que no nos gusta nada... -continuó Albiruja.

-Son las brujas y hadas chivatas -terminó Admirada-. Y es por eso que, a partir de hoy, y durante un mes estáis todas castigadas sin postre, sin chuches, sin cosas ricas y sin magia ninguna.
Adrinada y Adrinuja pasaron la tarde tomando té de violetas con las reinas. Se sentían felices.
Sus compañeras no tanto.
A partir de ese momento, la brujita y la hadita, se hicieron inseparables y no volvieron a sentirse solas.
Sus compañeras siguieron siendo tan tremebundamente tontas como siempre pero ya no les importaba porque ellas se querían tal y como eran: tan raras, tan diferentes, tan... ellas.
 

 

Halloween

  La brujita fantasmita no da miedo, ni miajita.