Me contaron hace tiempo que en un lugar muy lejano existió un curioso reino con un curioso rey que había decretado una curiosa ley.
Me dijeron -los mismos que me contaron- que este rey era muy serio, muy formal y muy severo y opinaba que los colores eran cosa de alborotadores y agitadores, signo de frivolidad y no se podían permitir en un reino con tantísima dignidad. Así que el rey Seriedad -que así se llamaba el tal- lo primero que hizo al subir al trono fue emitir una ley que decía así:
Por orden de Su Majestad el Rey Seriedad queda prohibida cualquier muestra de hilaridad. Nada de risas, nada de sonrisas, Ni carcajadas o risotadas. Nada de fiestas, ferias, juegos o juguetes. Nada que cause diversión, ni un poquito ni un montón.
Igualmente quedan prohibidos todos los colores. Desde este mismo instante, todo será gris: grises las ropas, grises las casas, grises los edificios, gris el cielo y el río, grises los árboles y las flores y grises, también, los animales. Prohibida queda, también, la brillante luz del sol que, a partir de hoy, para variar, será gris.
Para acabar quedan prohibidas las golosinas y las canciones, pasteles y bailoteos y cualquier cosa que aleje al noble pueblo de Schwereland de la seriedad, severidad, dignidad, formalidad y solemnidad.
Y el Rey se quedó tan ancho.
Y la vida en Schwereland se volvió muy, muy triste. La gente estaba siempre mustia y de mal humor. Se hablaba poco y en susurros. Como hasta la luz del sol había sido prohibida, todos los habitantes del reino tenían la piel grisácea y apagada. Y, lo peor de todo, al cabo de un tiempo los niños comenzaron a enfermar, incluido el hijo del Rey, el príncipe Severo.
Nadie sabía qué ocurría. Nadie sabía qué pasaba.
El Rey preocupado, angustiado y muy asustado, reunió a los médicos más afamados de su reino y de los reinos vecinos... pero no sirvió de nada.
Luego buscó a los más célebres magos de su reino y de los reinos vecinos... pero no sirvió de nada.
A continuación mandó llamar a las más prestigiosas brujas de su reino y de los reinos vecinos... pero no sirvió de nada.
Hechiceros, curanderos, nigromantes, encantadores, taumaturgos, milagreros o sanadores. Todo el que fuera capaz de sanar por el medio que fuera pasó por el reino y ante el Rey pero ninguno sirvió de nada. Los niños seguían cada vez más enfermos. Y el reino, ya de por sí triste, se hundió aún más en la pena.
Hasta que un día llegó al reino un duende vestido con tantísimos colores que de lejos parecía un pequeño arco iris. Un duende pequeñín y cantarín de nombre Colorín que venía tocando el flautín y llevaba, colgada al hombro, una enorme bolsa de color rojo llena de lápices, ceras, rotuladores, tizas y todo tipo de pinturas. El pequeño duende se fue directamente hacia los grises guardias que lo miraban asombrados y solicitó, con una sonrisa y una reverencia, ser recibido por el Rey Seriedad pues él sabía cómo curar a todos los niños de Schwereland.
El Rey estaba tan desesperado que, un poco a regañadientes, aceptó recibir al colorido Colorín y, tras tener con él una larga conversación, le permitió pasar al dormitorio del príncipe Severo que se encontraba tumbado en su gris cama, cubierto por grises mantas y recibiendo la grisácea luz del sol gris.
Colorín se acercó al paciente y le sonrió. Y el niño, sin saber por qué, le devolvió la sonrisa y eso le hizo sentirse un poco menos enfermo.
Luego Colorín sacó una piruleta roja, dos gominolas naranjas, tres pastelitos blancos e hizo que se lo comiera todo. Y el niño se sintió un poco menos enfermo.
El Rey Seriedad, viendo que se estaba incumpliendo la ley, quiso protestar pero la reina le dio un pisotón y le hizo notar que su hijo, al parecer, se encontraba mucho mejor.
A continuación Colorín tomó su bolsa y comenzó a sacar pinturas. Y pintó las cortinas de azul. Y pintó las sábanas de amarillo y las mantas de naranja, las paredes de lavanda y el pijama de verde esmeralda con ositos añil y estrellitas blancas. Y pintó unas flores rojas y un pájaro cián y hasta al Rey Seriedad le pintó un lunar.
El niño, extasiado, sonreía y reía y, a los pocos segundos, tras el duende saltaba de alegría. Y jugaban y bailaban y muy bien se lo pasaban.
El Rey Seriedad, con gran gravedad, tuvo que admitir que la enfermedad que su hijo padecía la había causado su ley y que sería mal Rey si, de manera inmediata, no la hacía desaparecer.
Y cambió el rey su nombre y se llamó Alegría y su hijo, desde entonces, se llamó Sonrisa. Y dio permiso el rey para que Colorín todo lo pintara y lo llenara de color.
Y curó el duende a todos los niños con golosinas, con cuentos, con colores, con música y con carcajadas pues lo único que tenían era escasez de alegría y de color que es algo que sienta muy mal al corazón.
Luego Colorín se puso a pintar. Pintó los caminos y pintó las casas. Pintó el cielo, el sol y las nubes. Pintó las ropas y las sonrisas. Pintó las flores, los árboles y los animales. Pintó todo lo que se podía pintar y enseñó a los niños a jugar, a cantar y a bailar.
Y, desde entonces, en el reino de Schwereland nunca, nunca más a la tristeza se la dejó pasar.