sábado, 19 de mayo de 2012

La máquina del tiempo


Hoy hace exactamente un año menos cinco minutos que el profesor Inteligente Cerebrín inventó la máquina del tiempo. Ya, ya sé que nadie ha oído hablar de tan maravilloso invento y eso es porque nadie -excepto el profesor Cerebrín, Ithorm el extraterreste, una mosca que por allí revoloteaba y yo- sabe que esa máquina existe. Y nadie sabe que existe porque el profesor no se lo ha dicho a nadie. Y no se lo ha dicho a nadie porque su máquina del tiempo tiene los siguientes y “pequeños” fallos:


Primero, que la máquina del tiempo sólo puede ser utilizada el primer lunes de cada mes, exactamente a las seis de la tarde, ni medio poquito antes ni medio poquito después. Si la pones en marcha antes de esa hora, la máquina se pone a cantar alguna canción de moda a voz en grito y desafinando una barbaridad, si la enciendes después de las seis para lo único que sirve es para calentar la leche (y si le caes bien, te la chocolatea).


Segundo, la máquina del tiempo sólo puede ser usada por el profesor Inteligente Cerebrín y por nadie más. La única vez que el profesor intentó hacer viajar en el tiempo a otro ser vivo, utilizó a un gato cojo que acabó transformado en un perro afónico, que a su vez acabó transformado en un búho bizco, que a su vez se convirtió en una lagartija obesa, que a su vez mudó a ornitorrinco con orejas, y así hasta un total de ciento veinte transformaciones hasta que, por fin, logró devolverlo a su condición de gato, sin cojera pero sin rabo. El profesor no ha querido probar con otro ser humano por si acaba transformándose en el monstruo de las nieves o algo peor.

 
Tercero, la máquina del tiempo sólo viaja hasta el día 11 de junio del año 2002 a las 13:05, no se puede ir más atrás ni se puede ir más adelante, sólo hasta ese día y a esa hora.  Cuando se intenta ir más atrás, el reloj se vuelve tarumba y acaba bailando una jota, y si se intenta ir más adelante, el reloj se pone serio y sermonea a todo el mundo.


El pobre profesor Cerebrín, triste y apagado, por el fracaso de su máquina, estaba ya pensando en guardarla para siempre cuando se le ocurrió que, quizás, tal vez, posiblemente, pudiera viajar a aquel día tan soso y tonto, para contarse a sí mismo unas cuantas cosas interesantes que pudieran hacerle rico y famoso.


Y tal como lo pensó, lo hizo. De modo que el primer lunes del mes de marzo, justo a las seis de la tarde, ni medio segundo antes ni medio segundo después, el profesor Cerebrín se metió en su máquina del tiempo para viajar hasta el día 11 de junio del año 2002 y buscarse a sí mismo.


El pobre pensaba que sería facílisimo pero qué va, no hubo manera. 

 
Comenzó intentando ir a su laboratorio antes de su hora de salida pero llegó tarde porque, inexplicablemente, se tropezaba con todo el mundo (con alguno hasta dos veces), resbaló con cuatro cáscaras de plátano, pisó diez cacas de perro, estuvo a punto de ser atropellado por tres coches y un carrito de bebé con el que se encontró al doblar una esquina impactó de lleno en su estómago dejándolo sin respiración durante un largo rato.


Intentó luego encontrarse en su propia casa, pero tampoco tuvo suerte porque de camino para allá le pilló una tormenta que lo dejó calado hasta los huesos, una viejecita a la que le quiso preguntar la hora le dio de bastonazos pensando que quería robarle el monedero, un perro lo persiguió durante tres calles y media, se metió en un barrio que no recordaba y acabó perdido, agotado, derrengado, deslomado y tirado sobre un banco de un parque que no conocía. En fin, que fue todo un completo desastre y el profesor Cerebrín decidió volver al presente con la ropa hecha un asco y lleno de magulladuras, mordeduras, heridas y contusiones diversas.


Después de esto el profesor tuvo claro que lo mejor que podía hacer con su máquina del tiempo era llevarla al trastero y olvidarla para siempre. 

 
Y allí está, junto con otros acumuladores de polvo, perdón, quise decir junto con otros inventos del profesor Inteligente Cerebrín: el teletransportador que sólo te teletransporta hasta la Luna (un restaurante famoso en Gerhinburg, no el satélite), el lector de pensamiento que sólo lee mentes británicas, el robot inteligente que es más bien tirando a tonto, la máquina de invisibilidad que sólo te vuelve un poquito transparente, la dieta para adelgazar que te hace engordar y otros cuantos más.


Mientras, el profesor Cerebrín sigue investigando e inventando cosas inútiles junto a su amigo Ithorm un extraterrestre regordete que conoció en el viaje de prueba de una nave espacial que usaba como combustible gominolas de limón. Pero, si no os importa, mejor lo dejo para otro día.




sábado, 12 de mayo de 2012

¡Quiero un perro!




-¡Quiero un perro!- decía María al levantarse cada mañana, justo entre los buenos días y el desayuno.

-¡Quiero un perro!- insistía María al llegar del colegio y antes de sentarse a comer.

-¡Quiero un perro!- repetía María mientras su madre le daba la merienda.

-¡Quiero un perro!- volvía a decir María ya en la cama, justo entre el último beso y el primer ronquido.

Y así llevaba desde que tenía unos cinco años, dando la matraca, erre que erre y sin cansarse. Ni ella ni, al parecer, sus padres, que se negaban a regalarle un perro usando todas esas excusas que usan los mayores: que si es mucha responsabilidad, que si es mucho dinero, que a ver qué hacemos con él en vacaciones, que si hay que bañarlo, vacunarlo, alimentarlo, sacarlo de paseo, que si se iba a cansar a los dos días, que si patatín, que si patatán, que si esto, que si lo otro, que si lo de más allá... bueno, ya sabéis lo pesados que se ponen los padres.

 
El caso es que, por mucho que lo pidiera, María seguía sin perro pero, para compensar, sus padres decidieron regalarle un precioso y aburrido pez de colores con el que no se podía jugar absolutamente a nada. María pasó aquella tarde con cara de aburrimiento, viendo al pececito girar y girar y girar, mientras ella pensaba en la manera de conseguir un perro por su cuenta.

Y cuando el pez de colores iba por la vuelta dos mil quinientos veinticinco y medio, María tuvo una estupenda idea que decidió poner en marcha de inmediato. Cogió el pez, la pecera, la comida para el pez y se largó corriendo a casa de su amigo Nico (bueno, corriendo no, que entonces se le caería el agua de la pecera, más bien caminando muy deprisa). 


 
Nico tenía una tortuga que le había regalado su tío Roberto, que no estaba mal pero él, manías suyas, hubiera preferido tener un pez... Un pez que le habrían comprado si su tío no le hubiera regalado la dichosa tortuga. De modo que cuando Maria le ofreció cambiar el pez por la tortuga, Nico no lo dudó, le entregó a María la tortuga y su terrario, cogió el pez y la pecera, se intercambiaron las comidas y cada uno se marchó por su lado la mar de contentos.

Pero la historia continúa...

Al día siguiente, María cogió tortuga y terrario y se fue tarareando y dando saltitos (hasta que la pobre tortuga acabó completamente mareada) a casa de su amiga Natalia.

 
Natalia tenía un hámster, un hámster precioso y muy listo pero le había cogido mucho miedo desde una vez en que lo quiso coger y el hámster, enfadado, le lanzó un mordisco. Así que cuando María le ofreció cambiar el hámster por la tortuga, Natalia le dijo que sí sin pensárselo ni dos segundos.

María estaba contentísima porque todo parecía ir viento en popa.

Al otro día, María cogió la jaula del hámster y se fue a toda prisa a casa de su amigo Juan.

 
uan tenía un precioso, blanco y muy estirado gato. A Juan le habría gustado mucho el gato que le había regalado su tía Engracia... sino fuera porque, gracias a él, había descubierto que era alérgico a estos preciosos felinos, así que estuvo encantado de cambiarlo por el pequeño hámster que María le ofrecía.

María estaba tan cerca de conseguir lo que siempre había querido que no pudo esperar ni un día más y, cogiendo la jaula del gato, salió corriendo a casa de Marga.

A Marga le habían regalado un perro, un precioso pastor inglés, de esos que tienen un flequillo tan gracioso, un pequeño cachorro que encantaba a todo el mundo... excepto al hermanito de Marga que tenía un miedo tremebundo a los perros de modo que, cuando María le ofreció cambiar su perro por el gatito de Juan, Marga aceptó enseguida.

En ese momento María se sintió la niña más feliz del universo. ¡Por fin tenía el perrito con el que siempre había soñado! Era tan feliz que casi había olvidado que sus padres no querían perros en casa... casi.

María entró en su casa con el perrito en brazos, algo asustada por si la obligaban a deshacerse de él pero decidida a pelear para que le permitieran quedarse con él. Fue directamente al salón y, tras la sorpresa y la lluvia de preguntas, contó todo lo que había hecho para conseguir aquel cachorrillo.

Sus padres se quedaron muy callados durante un buen rato y luego pidieron a María que fuera a su dormitorio donde la niña esperó jugando con el perrito y temiendo lo que pudieran decirle.

Al cabo de un rato, sus padres la llamaron.

María acudió, preocupada y preparada para recibir malas noticias, pero sus padres la esperaban sonrientes y le comunicaron que, viendo lo mucho que lo deseaba y lo mucho que había trabajado para lograrlo, habían decidido que podía quedarse con el perro.

Y entonces sí que María gritó y saltó y bailó de alegría.

¡Por fin había logrado su pequeño gran sueño!

domingo, 6 de mayo de 2012

El disfraz de Irina

La mamá de Irina Katrina era bruja. Y su hermana mayor, y su hermana pequeña, y su abuela, y su tatarabuela, y su tataratatarabuela. Vamos, que por si no os habéis dado cuenta, en la familia de Irina Katrina sólo nacían chicas y todas ellas eran brujas... Bueno, todas, excepto una: Irina Katrina.


Irina Katrina no entendía por qué ella era la primera y única no bruja de la larguísima lista de mujeres de su familia. Y tampoco lo entendía el resto de su familia mágica. Su madre decía que no tenía importancia, su abuela decía que quizás se arreglara con el tiempo, su bisabuela la miraba siempre con el ceño fruncido, su tatarabuela la miraba con pena y su tataratatarabuela llevaba años buscando una solución aunque sin demasiado éxito. Entretanto, Irina, fingía que la cosa no tenía demasiada importancia y aprendió a hacer de  todo sin necesidad de recurrir a la magia, incluso cosas que alguien de su edad no sabría, como coser, cocinar, cambiar enchufes, arreglar un grifo y docenas de cosas más. Era su forma de compensar su incapacidad mágica.

Por eso, al llegar carnaval (unas fiestas que le encantaban), Irina cosía su propio disfraz, sin ayuda mágica ni de otro tipo. De la mágica, porque no quería, y de la otra porque no había quien se la diera: su madre no sabía ni cómo coger una aguja, ni tampoco sus hermanas, ni la abuela, ni la bisabuela, ni la tatarabuela y en cuanto a la tataratatarabuela daba igual que supiera porque no tenía manos, ni pies, ni cabeza, ni nada que se pareciera a un cuerpo ya que hacía muchos años que tan sólo era una vaporosa y brillante nube de color malva.


Pero este carnaval la cosa era bien distinta, el colegio había convocado un concurso de disfraces e Irina quería presentarse y, por supuesto, ganarlo, sobre todo desde que se enteró de que una de sus competidoras era su gran rival, la insoportablemente presumida e insufrible cabeza de chorlito, Tatiana Svetlana que, desde muy pequeñas, se había burlado de ella de todas las maneras posibles y hasta de las imposibles.

Irina Katrina se pasó días y más días dándole vueltas a su disfraz pero ninguno la convencía, uno era demasiado normal, el otro era poco original, el de más allá era muy complicado, el de acullá seguro que se le había ocurrido a Tatiana, aquel era feo y ese otro era peor aún, y así iba desechando una idea tras otra hasta que se quedó sin ideas.

Y fue entonces cuando se le ocurrió usar la magia. No la suya, claro, que ya hemos dicho que ella no tenía ni un cuarto de átomo mágico en todo su cuerpo, pero en su casa había libros, libros enormes, antiguos, polvorientos y llenos de conjuros, hechizos, sortilegios y todas esas cosas mágicas. Irina pensó que no tenía más que ir a la biblioteca que habían instalado en el desván, buscar un libro que hablara de transformaciones, seguir las instrucciones y, ¡tachán!, tendría el mejor disfraz de todos y ganaría a la tontaina de Tatiana Svetlana.


Pensado, dicho y hecho, Irina subió a toda prisa las escaleras y fue directamente hacia donde sabía que estaba guardado el Gran Libro de Conjuros, Hechizos y Recetas Mágicas. Era un libro enorme, pesado y polvoriento (daba igual cuanto se limpiara, siempre tenía polvo) y a Irina le costó mucho trabajo llevarlo hasta la mesa cercana.

Irina lo abrió y rápidamente encontró los conjuros transformadores y escogió el que parecía más sencillo de realizar. Sólo necesitaba tiza traída de las lejanas montañas donde viven los trolls, velas hechas con cera de abeja del país de las hadas, papel fabricado por duendes y tinta fabricada por treinta elfos cojos y aquello en lo que quería ser transformada... y todo eso lo tenía allí mismo.

Dibujó un gran círculo en el suelo con la tiza de troll y lo rodeó con las velas de hada, en el centro puso una preciosa hadita de porcelana que siempre le había encantado y que le parecía un disfraz perfecto. Luego tomó el papel de duende y anotó cuidadosamente el conjuro con la tinta de elfo. A continuación se puso ella misma junto al hada de porcelana y pronunció lentamente el hechizo.

El círculo se llenó de luz y en el aire resonó el estruendo de diez truenos (quizás once). Una especie de tifón azulado levantó a Irina del suelo y la hizo girar como una peonza y cuando todo acabó... Cuando todo acabó Irina Katrina descubrió que, efectivamente, el conjuro había funcionado y ella se había transformado en una preciosísima hada... de porcelana.


¡Pobre Irina Katrina! No podía moverse, ni gritar, ni rascarse la nariz que le estaba picando horrores. Y ahí se tuvo que quedar toda la tarde, porque su madre había salido a tomar café con sus amigas, su hermana mayor había ido al cine, su hermana pequeña estaba en un cumpleaños, su abuela estaba visitando a su tía, su bisabuela estaba durmiendo, su tatarabuela andaba en el jardín y su tataratatarabuela estaba haciendo lo que sea que hacen las nubes de color púrpura por las tardes. De modo que en casa sólo estaban ella, el gato pianista  que siempre andaba a lo suyo y el hada de porcelana que no es que fuera una gran compañía.

Tras varias horas de picores en diversas partes del cuerpo, olisqueos de ratones, patitas de insectos, una casi rotura por culpa del gato, un ataque de nervios de la madre de Irina y un gran revuelo, por fin, su hermana mayor encontró el círculo, el libro y a las dos haditas y no le costó demasiado adivinar  lo que había ocurrido. Afortunadamente para Irina a su madre no le costó demasiado deshacer el hechizo y para la hora de la cena, Irina volvía a ser Irina.




Por supuesto se llevó una bronca monumental de su madre, sus hermanas se estuvieron riendo de ella días y días, su abuela le hizo chocolate y se lo llevó a la cama, su bisabuela sonrió un poquito (tan poquito que nadie lo notó), su tatarabuela soltó una lagrimita y su tataratatarabuela se volvió un poco menos púrpura y algo más azulada mientras pensaba que quizás, quizás, Irina Katrina sí que tenía, como mínimo, la mitad de un cuarto de átomo de magia.

Tras semejante desastre, Irina decidió volver a la aguja y el hilo para hacerse el disfraz ella misma, y era un disfraz precioso pero sólo consiguió quedar segunda, algo que le habría encantado sino fuera porque la ganadora fue, nada más y nada menos, que la repipi Tatiana Svetlana quien, a partir de ese día, se volvió mucho más insoportable que antes.

Halloween

  La brujita fantasmita no da miedo, ni miajita.