lunes, 31 de diciembre de 2012

Garabato y la Luna




El gato Garabato -que duerme en un zapato- salía cada noche al tejado a mirar la Luna. La miraba durante mucho, mucho rato. La contemplaba casi sin pestañear. La observaba detenidamente intentando adivinar cómo sería vivir en ella y pasear por allá arriba.
Y pensaba Garabato -ronroneando en su zapato- que, tal vez, quizás, a lo mejor, podría ir hasta la Luna y saciar su curiosidad.
-Mañana mismo probaré dando un graaaan salto -decidió una noche y al día siguiente subió  al tejado más alto que encontró, miró fijamente a la Luna, calculó la dirección, tomó impulso y saltó. Durante un rato Garabato subió, y subió, y siguió subiendo y luego cayó, y cayó, y siguió cayendo hasta acabar en medio de un enorme charco.


-Quizás sea mejor ir volando -se dijo- mañana probaré con globos -. Y a la noche siguiente Garabato infló diez globos rojos, se los ató bien atados a la cintura y comenzó a subir, y a subir, y a subir. Y siguió subiendo  mucho rato hasta que una ráfaga de viento lo llevó hasta un pararrayos y ¡BUM! ¡BUM! ¡BUM! Uno tras otro fueron explotando todos los globos y Garabato se quedó sobre el tejado con cara de tonto.
Durante varios días Garabato siguió intentando ir a la Luna: lanzándose con un gran tirachinas, agarrándose a un avión, construyéndose un cohete y hasta con una escoba que nunca voló. Nada de eso funcionó y Garabato triste, muy triste, finalmente, se rindió.



Una fría noche de invierno Garabato preguntó a la Luna:
-Ya que yo no puedo subir... ¿No podrias bajar tú?
Y justo en ese momento se puso a nevar y, en muy poco tiempo, se quedó todo blanco, blanquísimo, tan blanco como la Luna y Garabato, que nunca había visto la nieve, creyó que la Luna estaba bajando a la Tierra.
¡Qué maravilla! ¡Qué preciosidad! La Luna era justo como se había imaginado: blandita, fría y blanca. Garabato paseó, saltó, correteó,  y cuando se cansó volvió a su zapato, se ovilló y se quedó dormido con una enorme sonrisa y con la Luna soñó.






martes, 25 de diciembre de 2012

El gigante Milzinas




En el lejano, lejanísimo país de Tirbronac, más allá del lejano, lejanísimo mar y las lejanas, lejanísimas montañas, junto a un enorme, enormísimo bosque, existía hace mucho, muchísimo tiempo una pequeña y hermosa ciudad llamada Tuznigrad.
Durante todo el año Tuznigrad era una ciudad bastante alegre, sus habitantes paseaban, sonreían, los niños jugaban, se celebraban algunas fiestas populares... Vamos, lo normal en cualquier ciudad de cualquier país de cualquier mundo. Pero cuando llegaba el invierno la cosa cambiaba mucho, muchísimo en aquella pequeña ciudad y todo el mundo se ponía mustio, triste y muy serio. Desaparecían los colores, desaparecían las risas, desaparecían las ganas de pasear y la gente pasaba tantísimo tiempo metida en sus casas que la ciudad -cubierta de nieve y silenciosa- parecía deshabitada.
La culpa de todo esto la tenía un gigante malhumorado que desde hacía muchos, muchísimos años (tantos que la ciudad aún no era ciudad) pasaba el invierno en un gigantesco palacio no muy lejos de Tuznigrad. Este gigantesco gigante se llamaba Milzinas y no soportaba ver a los demás pasándolo bien, sobre todo cuando llegaba la Navidad y todo se llenaba de luces, decoraciones brillantes y la gente iba de acá para allá cantando y riendo. Milzinas se ponía tan pero tan furioso que empezaba a lanzar grandes rocas y enormes árboles contra la ciudad. Por eso, en cuanto los guardias que vigilaban los caminos daban aviso de que el gigante Milzinas estaba llegando a su palacio, los habitantes de Tuznigrad se metían en sus casas y pasaban el invierno encerrados, hablando en susurros y casi a oscuras.


Pero Vrolike ya estaba harto de esconderse y de no poder reírse. Vrolike quería celebrar la Navidad como antes, y que las calles se llenaran de luces, y que viniera la feria, y cantar villancicos y salir a pasear, y todas esas cosas que no podían hacer por culpa del gigante. De modo que un día se puso su camiseta, su jersey,  sus calcetines, sus botas, su abrigo, su gorro de lana y sus guantes, cogió la merienda y se puso en marcha rumbo al palacio donde vivía Milzinas dispuesto a convencer al gigante de que no fuera tan gruñón y rezongón.
Cuando Vrolike llegó al gran palacio se quedó con la boca muy abierta al ver lo enorme, enormísimo que era aquello: no podía ver las ventanas más altas porque quedaban entre las nubes ni podía ver dónde estaban las esquinas del palacio porque casi se perdían en el horizonte. Aquel lugar era impresionantemente impresionante y gigantescamente gigante.
Vrolike, aún con la boca abierta, comenzó a andar hacia la puerta y, una vez allí, no le costó encontrar una grieta por la que colarse y entonces descubrió que, por dentro, el palacio era aún más gigantesco e impresionante que por fuera. Todo brillaba, todo relucía, todo era inmensamente inmenso. Tan concentrado estaba Vrolike con todo lo que veía que ni se enteró de que no se enteró de que Milzinas estaba allí hasta que el gigante lo cogió y lo levantó hasta su cara.


-¿Qué haces en mi casa, enano? -dijo Milzinas con una voz de trueno que obligó a Vrilikas a taparse los oídos.
-Yo... -dijo Vriloke tragando saliva- Yo... quiero hablar contigo.
-Pues yo no estoy interesado en hablar contigo -volvió a tronar Milzinas mientras se sentaba en la gran mesa del comedor.
-¿Vas a... Vas a comerme? -preguntó Vriloke temblando.
-¿Comerte? -resondió el gigante con cara de asombro- ¿Con lo mal que me sientas los niños? Jojojojojo... No, sólo te voy a dejar aqui mientras tomo mi cena y pienso qué hacer contigo.
Y Milzinas puso un cordel en el tobillo de Vriloke y luego ató el cordel a una taza gigantesca.
-Así no te escaparás -dijo el gigante.
-Ya que estoy aquí podríamos hablar ¿no? -dijo Vriloke.
-Muy bien, habla y déjame en paz.
Y Vriloke habló sobre el invierno, sobre la Navidad, sobre las luces, los adornos, las canciones y la alegría. Y habló Vriloke de los tristes que estaban todos, especialmente los niños, desde que él había obligado a todos a pasar el invierno ocultos y silenciosos. Y, finalmente, con mucho cuidado, se atrevió a preguntarle a Milzinas por qué se ponía tan furioso cuando ellos reían y cantaban.
Milzinas lo escuchó todo muy serio y sin levantar la cabeza del plato en que comía. Cuando Vriloke acabó lo miró, le tocó a él hablar. Y contó que él, Milzinas, era el último gigante en todo el país de Tirbronac, que no tenía familia ni amigos y que ni siquiera sabía dónde podía haber más gigantes y que eso lo hacía sentirse muy solo.



-Por eso me molesta veros disfrutar de la compañía de vuestra famillia y vuestros amigos. Y me molesta oíros reír y cantar. Y me fastidia veros tan felices mientras yo estoy aquí tan solo.
-¿Y no has pensado -preguntó Vrolike- que podrías venir con nosotros a pasar el invierno y disfrutar de la Navidad? ¿Que podrías ser nuestro amigo aunque no seamos gigantes como tú?
-Nadie querría ser amigo de un gigante gruñón como yo -respondió Milzinas con cara triste.
-Yo sí querría -dijo Vrolike-, y seguro que hay mucha gente que querría si, en lugar de tirarnos cosas y gritarnos, te acercaras a nosotros y fueras amable.
-No sé -dudó Milzinas.
-Vamos, por probar...
Y Milzinas aceptó. Desató a Vrolike y se lo metió en un bolsillo. Luego fue al desván y bajó una enorme, enormísima caja llena de enormes, enormísimos adornos navideños y unas enormes, enormísimas luces y, por último, fue al bosque y arrancó el abeto más grande que encontró. Finalmente, con Vrolike en el bolsillo, la caja bajo un brazo y el abeto al hombro, Milzinas puso rumbo a Tuznigrad.
Los habitantes de la ciudad que lo vieron llegar se asustaron muchísimo, convencidos de que el gigante, finalmente, había decidido destruirlos pero Milzinas entró en la ciudad y no pasó nada, al contrario, caminaba con muchísimo cuidado procurando no pisar ni derribar nada.
El gigante se dirigió a la plaza mayor de la ciudad y, una vez allí, volvió a plantar el enorme, enormísimo abeto justo en el centro de la plaza y luego, con mucho cuidado, se puso a decorarlo.
Al ver que no pasaba nada, los vecinos de Tuznigrad fueron yendo a la plaza para ver qué ocurría y, cuando veían al gigante, decorar el árbol y bromear con Vrolike, se quedaban con la boca abierta.
Al poco rato los niños corrían bajo el árbol, se subían a los zapatones del gigante, trepaban por sus piernas y alguno tuvo que quitarse Milzinas de las barbas por miedo a que se cayeran y se hicieran daño. Los adultos tardaron un poco más pero ellos también acabaron uniéndose a la pequeña fiesta y cuando, por fin, el árbol estuvo adornado y se encendieron las luces, todos exclamaron un maravillado:
-¡OOOOOOOOOOOOOOH!
El árbol era precioso, las luces iluminaban toda la ciudad de dorado, rojo, azul, verde y todos los habitantes de la ciudad de Tuznigrad se sintieron tan felices que decidieron celebrar una fiesta. Unos trajeron comida, otros bebida, otros trajeron instrumentos musicales y todos, todos, llevaron risas y alegría.
Pero el más feliz de todos ellos era, sin duda, el gigante Milzinas que, así, de golpe y porrazo, y tan sólo por acercarse a ellos con el corazón, había conseguido el maravilloso regalo de la amistad.
Por eso, esa noche de Navidad, la risa de Milzinas, el gigante, resonó por la ciudad, recorrió el bosque y rebotó hasta las montañas...



martes, 11 de diciembre de 2012

El desván

 
En la casa de la abuela de Carola había un desván.
Un desván con una escalera de madera que chirriaba cuando alguien la pisaba.
Una escalera oscura que a Carola le provocaba escalofríos.
Afortunadamente Carola conseguía olvidarse de la espeluznante escalinata y del terrorífico desván la mayor parte del tiempo que pasaba en casa de la abuela.
Hasta aquel verano en que aquel desván pasó a ser el protagonista de sus vacaciones.
Todo comenzó una plácida noche cuando, en medio del silencio, un fuerte golpe en el desván hizo que Carola diera un salto en la cama y saliera corriendo al dormitorio de su abuela.
-No ha sido nada -le dijo la abuela-. No hay de qué asustarse. Algo se habrá caído. A veces pasa.
Carola se creyó la explicación de la abuela... pero sólo a medias y por eso pasó aquella noche en su cama.
-No es que tenga miedo, abuela. Es sólo por si acaso -dijo, y se acurrucó junto a ella.
Durante los siguientes días nada ocurrió y Carola casi olvidó el incidente. Hasta la noche en que algo volvió a golpear contra el suelo del desván. Primero un golpe, luego otros dos. Tres más espaciados al día siguiente... La abuela, que no había escuchado nada, no le dio ninguna importancia.


-Ratones, hija, serán ratones -le decía.
Pero Carola no creía que fueran ratones. Pues menudos ratones tenían que ser para formar semejante alboroto nocturno, pensaba. No señor, seguro que aquello era cosa de espíritus.
Y Carola, cada vez que pasaba junto a las terroríficas escaleras que conducían al desván, miraba de reojo para comprobar si, entre las rendijas de la madera, salía alguna luz brillante como pasaba en las películas.
Pero por mucho que se fijó, no vio ninguna luz extraña.
No, lo único extraño que salía del desván eran sonidos. Y cuando aquellos sonidos pasaron a ser los de un bebé que lloraba a Carola ya no le cupo duda de que aquello era cosa de fantasmas.
-Vamos, vamos, seguro que son imaginaciones tuyas -le dijo la abuela cuando Carola corrió a contárselo.
Carola insistió en que la acompañara a su dormitorio para escuchar el llanto y, tras mucho rogarle, la abuela accedió. Se sentó en la cama de la niña y esperó. Y esperó. Y siguió esperando. Pero allí no se oía nada: ni cosas cayendo, ni bebés llorando, ni nada aparte de los grillos. Y la abuela, tras meter a Carola a la cama se fue refunfuñando algo sobre comer demasiado postre antes de irse a dormir.
Pero el llanto volvió a aparecer en cuanto la abuela se hubo ido y entonces Carola pensó que sólo había un modo de resolver aquel misterio. Cogió su linterna y subió al desván.


Se detuvo ante la aterradora escalera, tomó aire y puso un pie en el primer escalón que, como era de esperar, crujió bajo su peso. Luego, despacio, subió los demás hasta llegar ante la puerta. Allí el llanto era más fuerte y Carola tembló. Volvió a tomar aire, agarró el pomo, lo giró y empujó la puerta que se abrió con un tenebroso chirrido.
Carola se encogió esperando la aparición de un terrorífico espectro pero no pasó nada.
La niña entró en el desván. Movió la linterna en todas direcciones y entonces iluminó unos brillantes ojos que la miraban fijamente.
Carola gritó asustada antes de darse cuenta de que aquello no era ningún fantasma sino una gata que había elegido el desván para tener a sus gatitos.
Tanto misterio, tanto miedo, por unas pequeñas bolas peludas que transformaron el desván en el lugar favorito de Carola.







Halloween

  La brujita fantasmita no da miedo, ni miajita.