Theresa no
quería ser princesa y así se lo había dicho al rey -su padre- y a
la reina -su madre- unas seis mil setecientas veces -vez arriba, vez
abajo-.
Su padre, el rey,
cada vez que oía a su hija decir esas “tonterías”, como él las
llamaba, se enojaba, se enfadaba y hasta se enfurruñaba, pero
Theresa insistía:
-Papi, es que es
un rollo ser princesa. Un rollo bien rollazo y un aburrimiento bien
aburrido, y yo no quiero, no quiero y no quiero.
El rey se
exasperaba, se encojarinaba y el cerebro se estrujaba intentando
comprender tan grave situación.
-Pero algo
tendrás que hacer cuando seas mayor -dijo a Theresa cierto día en
que estaba de mejor humor- y, si no es la de princesa ¿Qué
profesión te interesa?
Y, sin dudarlo un
instante, con una sonrisa de oreja a oreja, Theresa respondió
radiante:
-¡Bruja, papi!
Quiero ser bruja, de las de escoba y verruga, sombrero puntiagudo y
vuelos a la luz de la luna. Bruja con gato y con sapo, con vestido
negro y un libro de embrujos, hechizos y conjuros. Bruja, bruja y
requetebruja, eso es lo que quiero ser, sin duda.
-¿Pero dónde se
ha visto semejante bobada? –gritaba el rey– ¿Una princesa metida
a bruja? ¡Ni lo sueñes! ¡Qué ocurrencia! ¡Qué tontería! ¡Qué…
qué… qué impertinencia!
Y aunque el rey
la envió sin dilación y con convicción a la Universidad para
Princesas B.B.C. (Bella Durmiente – Blancanieves – Cenicienta),
Theresa –que era más terca que la más terca de las mulas tercas–
no desistió en su empeño y se dedicó a asistir a aquelarres, a
visitar a todas las brujas de los alrededores y a buscar información
sobre la Gran Universidad a Distancia Baba Yaga para Brujas
Principiantas, en la que, finalmente, se matriculó en secreto.
Además de eso,
por si no fuera bastante con semejante transgresión, Theresa se negó
a vestir los vaporosos, incómodos y cursis vestidos que llevaban el
resto de sus compañeras princesitas -todos, sin excepción, de color
rosa- y usaba siempre ropajes negros negrísimos -y, cuando le
apetecía algo de colorido, morado-. En lugar de zapatitos de
cristal, usaba unas enormes y cómodas botas. Y no dudó en cambiar
la delicada y diminuta coronita que todas debían usar de la mañana
a la noch, por un enorme, sombrío y puntiagudo sombrero negro.
Es fácil
imaginarse que, yendo de semejante guisa, la princesa destacaba entre
sus delicadas
y elegantes
compañeras como una… como una… bueno, como una enorme verruga en
un hermoso y terso rostro.
Su padre, el rey,
se desesperaba cuando leía los informes que le enviaban desde la
Universidad.
Su hija, como
princesa -le escribía la rectora de la universidad -, era un
auténtico desastre. Iba mal en vestuario, iba aún peor en protocolo
y diplomacia, fatal en sumisión y dulzura, un horror en canto, algo
mejor en el trato con animales (aunque lamentable e
incomprensiblemente se entendiera mejor con gatos, murciélagos y
sapos que con conejitos, pajaritos y ardillitas) y en cuanto a la
pérdida de zapatos de cristal Theresa resultó una auténtica
calamidad. Ni perder una humilde zapatilla de felpa sabía. No había
modo de que trenzara sus cabellos en una larga y dorada trenza -por
aquello de permitir que un apuesto príncipe trepara por ella en caso
de necesidad- y se peinaba siempre con moño. Se negaba a comer
manzanas, a usar ruecas y a acostarse sobre guisantes.
La princesa,
continuaba la buena señora, era una inútil en maquillaje y una
atrocidad haciendo encajes. No había forma de enseñarle modestia y
recato. Se negaba a callar y siempre tenía que mostrar su desacuerdo
con aquello que no le gustaba. No mostraba ni el más mínimo interés
en aprender a llevar un castillo y prefería las discusiones sobre
política antes que el amable intercambio de exquisitas recetas... En
fin, seguía la rectora, la princesa Theresa no mostraba ni un ápice
de la feminidad, la gracia y el encanto que cualquier princesa que se
precie debe poseer. Era tal el grado de inutilidad principesca que ni
tan siquiera el Consejo Superior de Hadas Madrinas (CSHM) sabía qué
hacer con ella.
Su padre,
desesperado, ordenó su retorno inmediato al reino para intentar -una
vez más- encontrar la manera de llevar a su hija por el buen
camino.
Lo primero que
hizo fue presentarle a un valiente y apuesto príncipe… y Theresa,
sin dudarlo un segundo, lo transformó en sapo.
Le presentó un
segundo príncipe atractivo y educado... y la princesa, tras
escucharlo un rato, lo transformó en filósofo.
A continuación
el rey, como castigo, la encerró en una mazmorra… y Theresa se
escapó volando por la ventana tras robarle la escoba al carcelero.
Pensó su
Majestad en darle a comer una manzana envenenada pero, tras pensarlo
un instante y consultarlo con su esposa (y madre de Theresa), llegó
a la conclusión de que aquello era excesivamente dramático y
peligroso... además de recordar que a la princesa no le gustaban las
manzanas.
Se le pasó por
la cabeza, también, conseguir que un hada la durmiera durante un
siglo pero tener un reino parado y llenándose de polvo durante
tantos años le pareció muy poco productivo.
Alguien -no se
sabe quién- le sugirió que buscara un dragón que secuestrara a la
princesa y luego encontrar a un príncipe que la rescatara. Esa idea
también fue rápidamente desechada: los dragones eran cada vez más
escasos -y muchísimo más caros que cuando el rey era joven-, y la
mayoría de los príncipes se habían puesto insufribles y muy
intransigentes con eso del ecologismo.
Otro alguien
-éste sí se sabe quién pero da igual- le insinuó que, quizás, la
princesa necesitaba la mano dura de una madrastra malvada.
Curiosamente este alguien acabó pasando unas largas vacaciones en
las mazmorras gracias a la amabilidad y generosidad de su Majestad la
Reina quien se encargó en persona de tirar luego la llave al pozo
más profundo que encontró en el reino.
El rey,
pobrecito, intentó todo lo que se le ocurrió, más todo lo que se
le ocurrió a su esposa -la reina y madre de Theresa-, más todo lo
que se le ocurrió a cualquiera que se le pudiera ocurrir algo e
incluso llegó a convocar un concurso de ideas que le ayudaran a
lograr hacer entrar en razón a la princesa pero nada, no había
forma ni manera... Theresa, estaba más que claro, no quería ser
princesa.
Y tras mucho
pelear y discutir.
Tras portazos y
porrazos.
Tras gritos y
disgustos.
Tras muchos
ayunos y desayunos.
Tras días y
semanas de tiras y aflojas.
Tras meses de
castigos y lágrimas.
Tras horas y más
horas de pataletas y rabietas.
Después de todo
eso y algunas cosa más, finalmente -y por puro cansancio-, el rey se
rindió.
Dialogó.
Negoció.
Y, finalmente, se
decidió que Theresa no sería princesa, que es lo que Theresa había
decidido hacía mucho tiempo. O, más bien, no sería una princesa
como todas las princesas.
El rey lo aceptó
o, sería mejor decir que se resignó y, al final, hasta se alegró.
Al menos no tendría que dar su corona a ese tonto solemne del
Príncipe Encantador, su sobrino.
Theresa seguiría
los pasos de las malvadas reinas hechiceras… sería independiente,
sería inteligente, sería elegante, glamourosa y haría rabiar a las
princesas sosas.
No sabemos si
Theresa fue feliz para siempre pero sí sabemos que siempre, siempre,
hizo lo que quiso.