El pueblo de mis abuelos
El pueblo de mis abuelos es el pueblo más raro, más original, más divertido y más todo que os podáis imaginar.
En serio. De verdad.
En el pueblo de mis abuelos los buenos días se dan por la tarde, las buenas tardes por la mañana, se desayuna a mediodía y se cena a media tarde. Hay quien de madrugada merienda y quien come a medianoche.
En serio. De verdad.
En el pueblo de mis abuelos no llueve de arriba abajo. No señor. Allí llueve de izquierda a derecha, y, si la lluvia tiene el día tonto, llueve de derecha a izquierda. En ocasiones especiales, llueve de abajo arriba pero nunca, jamás, llueve normal.
En serio. De verdad.
En el pueblo de mis abuelos la gente no se levanta con el canto del gallo ni se va a dormir con las gallinas. No señor. La gente se va a dormir cuando el gallo canta y se despierta con las gallinas.
En serio. De verdad.
En el pueblo de mis abuelos la nieve parece algodón de azúcar, huele como el algodón de azúcar y hasta sabe como algodón de azúcar.
En serio. De verdad.
Cuando hay lluvia de estrellas, en el pueblo de mis abuelos, salen todos con cestas a la calle para recogerlas y guardarlas. Con ellas decoran el árbol de Navidad, o se hacen cintas para el pelo, o pendientes, o pulseras u otras muchas cosas más.
En serio. De verdad.
La primera noche de primavera todos los vecinos del pueblo ponen vasos con licor de moras en las ventanas porque esa noche los duendes salen a festejar y van de casa en casa, bailando, cantando, jugando y haciendo travesuras. Y si en alguna de ellas no encuentran el licor la lían muy, pero que muy parda y lo mismo te suben la vaca al tejado, que te dejan la cama en mitad de la huerta.
En serio. De verdad.
El primer día de invierno todos los vecinos apartan algunos troncos para que las hadas tengan con qué calentarse y el que no lo hace... Bueno, el que no lo hace tiene que vivir todo el invierno con hadas en su casa, lo que no es tan divertido como parece porque las hadas son unas tontas remilgadas y unas mandonas insoportables.
En serio. De verdad.
En la noche de Halloween ni uno solo de los vecinos del pueblo olvida sacar dulces para los fantasmas que vienen de visita y pobre el que se olvida, porque entonces los fantasmas se dedican a cantar bajo su ventana lo menos, lo menos, hasta Navidad... y los fantasmas cantan fatal.
En serio. De verdad.
En el pueblo de mis abuelos cuando alguien tiene muchas pesadillas se les da para merendar pasteles endulzados con azúcar de las hadas, que llenan los sueños de colores. Y para la tristeza usan zumo de risas de bebé que hace cosquillas en la barriga.
En serio. De verdad.
En el pueblo de mis abuelos, cuando el otoño se va acercando, los mayores y los pequeños se reúnen en la plaza del pueblo a hacer bufandas y chaquetas diminutas para pájaros, ratoncitos, ardillas... Todas menos mi abuelo que teje una bufanda interminable para un gigante friolero.
En serio. De verdad.
Y me contó la abuela un día que hace muchos años, cuando ella era muy joven, llegó al pueblo un alcalde nuevo al que no le gustaba nada como funcionaba el pueblo.
Todo, todo le parecía mal.
—Esto no está bien —gruñía
—En este pueblo todo anda patas arriba —protestaba.
—Hay que cambiarlo todo —decía.
Aunque nadie le escuchaba.
Un día de lluvia el Señor Alcalde salió muy enfadado de su casa y ordenó a las gotas que cayeran desde arriba, como hacen todas las gotas de lluvia en todos lados pero las gotas no le hicieron ningún caso y lo único que consiguió fue que, molestas por sus gruñidos, se le colaran por el cuello de la camisa. El alcalde volvió a casa empapado y enfurruñado, y la lluvia siguió cayendo como le vino en gana.
En primavera, el Señor Alcalde, se negó a dejar el licor para los duendes y los duendes, enfadados, lo dejaron tres días colgado de la lámpara del salón.
Cuando llegó Halloween no quiso dejar ni medio pastel para los fantasmas, y los fantasmas se reunieron cada noche bajo su ventana a cantar los grandes éxitos del momento hasta que llegó Navidad... Y empezaron con los villancicos.
Al llegar el invierno su casa fue la única que no tenía madera en la puerta para que se la llevaran las hadas. Esa misma noche su casa se vio invadida por un montón de diminutas hadas chillonas, chismosas y mandonas de las que no se libró hasta que se derritió el último copo de nieve.
Quiso prohibir el Señor Alcalde, la recogida de estrellas, que se comiera a media mañana y la cena a media tarde.
Intentó que todo el mundo se fuera a dormir con las gallinas y se despertara con los gallos, pero la gente se hacía unos líos impresionantes y lo mismo salían en pijama a las nueve de la mañana que desayunaban a las nueve de la noche que se dormían a media tarde.
Prohibió regalar ropa a los animales porque eso de que en el ayuntamiento se formara una larga cola de ratones, ardillas, pájaros y demás le parecía una barbaridad.
El Señor Alcalde por todos los medios que el pueblo de mis abuelos fuera un pueblo normal, pero fue imposible.
Y eso que la gente lo intentó. Mucho. Pero no había manera.
En serio. De verdad.
Lo intentaron con muchas ganas, sólo por verlo contento. Pero ser un pueblo como los demás era demasiado aburrido.
De modo que, tras más de un año de lucha, el alcalde, por fin, se rindió.
—No hay nada que hacer con este pueblo de locos —dijo.
Así que hizo las maletas y se largó.
Todo el pueblo salió a despedirlo:
—¡Bienvenido! —le decían.
—¡Qué bien que ya llegó! —exclamaban.
Y el Señor Alcalde, moviendo la cabeza, murmuraba:
—¡Están todos como cabras!
También fueron a decirle adiós los duendes, las hadas, los fantasmas, los ratones, las ardillas, los pajaritos y hasta el gigante friolero que había ido a ver cómo iba su bufanda.
Dice la abuela que a todos les dio un poco de pena porque, en el fondo, se habían divertido mucho con todas aquellas tonterías y que, aunque fuera muy raro, les caía bien el Señor Alcalde.
Desde entonces nadie ha vuelto intentar cambiar el pueblo de mis abuelos y yo me alegro porque gusta así, tal como es: el pueblo más raro, más original y más divertido que os podáis imaginar.
En serio.
De verdad.