Cartonpiedra era una caja grande, triste, arrugada y agujereada que había sido abandonada junto a los contenedores de basura.
—¡Pobre de mí! —decía Cartonpiedra— ¡Me van a aplastar y trocear y hacer otras cosas mil! ¡Ay, ay, pobre de mí!
El viento, que siempre acaba pasando por todos los sitios y en ese momento pasaba por allí, viéndola llorar y suspirar, temblar y tiritar, sintió mucha pena y quiso ayudarla.
Así que sopló y sopló con mucha fuerza y, medio volando, medio arrastrando, se la llevó hasta un descampado, casi, casi un prado, en medio de la ciudad, con un parque justo al lado.
—¡Aquí la dejo, doña Caja! Ya no irá a la basura. A partir de ahora, su vida es suya.
Y allí quedó Cartonpiedra, sin saber muy bien qué hacer, aparte de mirar a los insectos, las lagartijas, los pájaros, los ratones, las nubes, el sol, la luna, las estrellas...
El primer día lo pasó bastante entretenida porque todo era nuevo.
El segundo, un poco menos, porque no pasaba nada demasiado interesante.
Para el tercero, comenzó a cansarse de tanto animalito, tanta hierba y tantas nubes.
Al llegar el cuarto día, Cartonpiedra ya no soportaba el aburrimiento.
Y venga otra vez a llorar, y vuelta otra vez a quejarse:
—¡Pobre de mí! —decía— ¡Qué sola estoy aquí! ¡Cómo me aburro! ¡No tengo con quien hablar, ni con quien jugar ni na de na!
El viento, que siempre acaba pasando por todos los sitios y en ese momento pasaba por allí, la vio, otra vez, llorar y suspirar, temblar y tiritar y volvió a sentir pena de la caja, aunque no tanto como la otra vez, eso sí.
Así que sopló y sopló con bastante fuerza y, medio volando, medio arrastrando, la dejó en el parque justo, justo al lado de Adriana.
Adriana era una niña pequeña, regordeta, con gafitas y coletas. Una niña pizpireta con una imaginación muy despierta que, en ese momento, estaba muy, muy, pero que muy aburrida.
Adriana, sorprendida, miró a Cartonpiedra.
Cartonpiedra, asombrada, miró a Adriana.
Adriana nunca había visto una caja taaan grande.
Cartonpiedra nunca había visto una niña, ni grande, ni pequeña, ni na.
A Adriana, mirando a Cartonpiedra, se le fue poniendo cara de pensar, luego se le fue poniendo cara de imaginar y, al cabo de un rato, se le puso cara de eureka, que es la cara que se le pone a uno cuando se le ocurre una idea.
—¡Serás una casa preciosa! —dijo a Cartonpiedra, que no entendió nada.
Adriana, con mucho esfuerzo, tumbó la caja, cogió sus muñecas, unas piedras, unos palos y se metió dentro de ella.
Y ahí se estuvo un buen rato, jugando, hasta que apareció su amigo Iván.
Iván, sorprendido, miró a Cartonpiedra.
Cartonpiedra, menos asombrada que antes, miró a Iván.
A Iván, que era muy rápido, enseguida se le puso cara de eureka y dijo:
—¡Serás un barco estupendo!
Como Adriana estuvo de acuerdo, a partir de ese momento, Cartonpiedra fue un barco pirata, pero no un barco cualquiera, no, sino el mejor barco pirata de los siete mares completos.
Y así estuvieron un buen rato, jugando, hasta que apareció su amiga Paula.
Paula, sorprendida, miró a Cartonpiedra.
Cartonpiedra, que ya no se asombraba, miró a Paula.
A Paula le llevó un poco más pasar de la cara de imaginar a la cara de eureka, pero, al fin, tras un rato, ella también lo consiguió. Y dijo:
—¡Serás un avión de pasajeros!
Como Adriana e Iván estuvieron de acuerdo, a partir de ese momento, Cartonpiedra fue un enorme avión de pasajeros que volaba a lugares muy lejanos.
Y así estuvieron un buen rato, jugando, hasta que apareció su amigo Hugo.
Hugo, sorprendido, miró a Cartonpiedra.
Cartonpiedra casi ni miró a Hugo.
Hugo fue el que más tardó en poner cara de imaginar porque le daba mucha pereza ponerse a ello. Cuando, al fin, llegó a la cara de eureka, dijo:
—¡Serás un castillo estupendo!
Como Adriana, Iván y Paula estuvieron de acuerdo, a partir de ese momento, Cartonpiedra fue un castillo, lleno de almenas y de torres.
Amigo tras amigo, niño tras niño, eureka tras eureka, Cartonpiedra pasó a ser un tren, una nave espacial, un submarino, un globo, una cocina, un restaurante, un centro comercial, una farmacia, la consulta de un médico, un estudio de televisión, un platillo volante y un montón de cosas más.
Al final de la tarde, los niños, agotados y encantados tras horas de diversión e imaginación, se despidieron de Cartonpiedra.
Y la caja volvió a quedar sola, pero esta vez no lloraba ni suspiraba, ni temblaba ni tiritaba, ni se quejaba. Esta vez, Cartonpiedra, pensaba y silbaba, pensaba y cantaba, pensaba y casi, casi bailaba.
El viento, que siempre acaba pasando por todos los sitios, y en ese momento pasaba por allí, la encontró tan feliz que tuvo que preguntar qué había pasado.
—¡Ay, señor Viento! ¡Que estoy muy contenta! Ya no estoy triste ni sola, ni aburrida ni nada. He encontrado muchos, muchos amigos, que me quieren y juegan conmigo. Hoy hemos estado toda la tarde pasándolo bien y mañana volverán. Y también pasado mañana y al otro, y al otro... ¿No es genial?
El viento, contento al ver a la caja tan feliz, sopló y sopló, levantó a Cartonpiedra y, durante un rato, bailó con ella, dando vueltas y más vueltas, para celebrar su felicidad.
Luego, con suavidad, la puso de nuevo en el suelo, le dio un último empujoncito y se marchó a soplar en otro lado.