domingo, 28 de diciembre de 2014

El señor Abrigo



El señor Abrigo llegaba siempre a Ciudad Alegre con la primera nevada del año... o tal vez era la primera nevada del año la que llegaba siempre con el señor Abrigo.  A saber.
Fuere el uno primero y la otra después o la otra primero y el uno después, el caso es que, en cuanto el primer copo de nieve comenzaba a caer, se escuchaba a lo lejos el “ring ring” del timbre rojo de la roja bicicleta del señor Abrigo. Y antes de que el segundo copo tocara el suelo, la gente ya estaba llenando las aceras, las ventanas, los balcones, las puertas de las tiendas y hasta alguna farola, para ver al señor Abrigo dar su primer paseo por la ciudad y darle la bienvenida:
-¡Bienvenido señor Abrigo! -gritaban.
-¿Cómo está usted, señor Abrigo? -le decían.
-¡Qué alegría verle de nuevo, señor Abrigo! -le saludaban.
Y el señor Abrigo, sin detenerse, sonreía, agitaba la mano y contestaba:
-¡Hola, hola, hola! ¡Qué gusto estar aquí de nuevo! ¡Hola, hola, hola!


Y seguía pedaleando por toda la ciudad mientras la gente -como cada año- comentaba lo enorme que era su enorme abrigo naranja, y lo larga que era su larguísima bufanda a rayas, lo enfadado que parecía su gato atigrado, sentado tan estirado en la cesta de la bicicleta, o lo divertido que era ver aquel pequeño cuervo negro echado sobre su boina azul. Mientras tanto, la nieve se iba acumulando, el frío iba aumentando y la gente, poquito a poco, se iba marchando sintiéndose feliz sin saber por qué, como pasaba cada vez que llegaba el señor Abrigo.
El señor Abrigo vivía en la ciudad -nadie sabía exactamente dónde, cómo, ni por qué- desde esa primera nevada hasta que caía el último copo de nieve. Y durante todo ese tiempo, los habitantes de Ciudad Alegre -nadie sabía exactamente cómo ni por qué- buscaban al señor Abrigo: los mayores, para charlar y los pequeños para jugar y todos, todos, porque junto al señor Abrigo se sentían la mar de bien.
El señor Abrigo para todos tenía sonrisas, para todos tenía tiempo, para todos tenía una palabra, para todos tenía cariño. Escuchaba al señor Antonio, el ferroviario jubilado, hablar de trenes. Compartía con doña Anselma, la vieja maestra, recetas y chismes. Ayudaba a Pepe, el de la tienda de comestibles, con el inventario y a Marisa, la panadera, con sus panes. Traía los bolsillos de su enorme abrigo llenos de chuches y nunca se negaba a jugar con los niños. Nadie se explicaba cómo lo hacía pero el caso es que el señor Abrigo, tenía tiempo para todo y para todos y siempre, siempre, sonreía.

Pero aquel invierno, Ciudad Alegre no era tan alegre y ni el señor Abrigo conseguía que sus habitantes olvidaran del todo sus problemas, sobre todo los adultos. En Ciudad Alegre, aquel año, había gente que no tenía con qué calentarse, y gente que casi no tenía con qué alimentarse por Navidad, no habría luces en las calles, grandes cenas en las mesas ni juguetes bajo los árboles.
Todos estaban tristes, mustios, apagados y ni el señor Abrigo, con su bici, su cuervo y su gato, conseguía traer la suficiente alegría a sus corazones para compensar tanta tristeza.
Y entonces el señor Abrigo tuvo una de sus locas y fantásticas ideas.
Decoró un viejo perchero con guirnaldas de luces y colgó de sus múltiples brazos viejos farolillos de todos los tamaños. Se lo ató a la cintura, subió a su bici, puso a su cuervo en la boina y la boina sobre su cabeza,  colocó a su gato enfadado y atigrado en la cesta, y se fue a pasear por la ciudad.
Al verlo pasar, con su abrigo, su bufanda, su boina, sus animales y su perchero, los adultos no podían evitar una sonrisa a pesar de la tristeza y los niños, divertidos, saltaban, reían y corrían a su lado.
El señor Abrigo llevó su perchero de paseo por toda la ciudad y, aquel primer día, los habitantes de Ciudad Alegre, iluminados por la luz de aquellos faroles y animados por el pequeño gesto del señor Abrigo, empezaron a recuperar la sonrisa y las ganas de hacer cosas. 


Al día siguiente, el señor Abrigo volvió a coger perchero, bicicleta, gato y cuervo y, todos juntos, volvieron a pasear por la ciudad, sonriente el señor Abrigo, con cara de mal humor su gato, dormido el cuervo en su boina, lleno de luz el viejo perchero. Y se paraba el señor Abrigo a hablar con éste y con aquél y, en cada persona con la que hablaba, iba dejando una pequeña semilla, una pequeña luz, una diminuta idea. Así, tras pasar el señor Abrigo -no se sabe exactamente cómo ni por qué- los importantes dueños de las importantes empresas decidieron dar trabajo a quien no lo tenía, se dio calefacción a quien pasaba frío, alimentos a quien lo necesitaba y se reunieron juguetes para todos los niños.
Al tercer día volvió el señor Abrigo a pasear con sus animales y su perchero, y descubrió que los habitantes de Ciudad Alegre habían decidido poner su propia decoración navideña en las calles: los balcones se llenaron de guirnaldas, coronas y espumillón, en las ventanas se pusieron lamparitas, farolillos y velas y más de uno (de dos y de tres) decidió sacar su árbol de navidad a la calle. Ciudad Alegre nunca había tenido una decoración de Navidad tan bonita como aquella.
El cuarto día, Nochebuena, todos los vecinos de Ciudad Alegre, sin decir nada, sin ponerse de acuerdo, sin saber cómo ni porqué, se reunieron en la Plaza Mayor para cenar todos juntos y, en el centro, presidiendo todo, el viejo perchero lleno de luces del señor Abrigo.
No ha habido en Ciudad Alegre mejor Navidad que aquella.




El resto del invierno pasó, el señor Abrigo siguió escuchando a unos, ayudando a otros y jugando con los más pequeños. Ciudad Alegre recuperó el color y la sonrisa y, cuando el último copo de nieve comenzó a caer, el señor Abrigo, con su enorme abrigo, su larguísima bufanda, su gato gruñón sentado en su cesta y el pequeño cuervo dormitando en su boina, se fue montado en su roja bicicleta haciendo sonar su rojo timbre. La gente llenaba las aceras, las ventanas, los balcones, las puertas de las tiendas y hasta alguna farola para despedirse:
-¡Adiós, señor Abrigo! ¡Hasta el próximo invierno!
-¡Cuídese mucho, señor Abrigo!
-¡Le echaremos de menos, señor Abrigo!
Y el señor Abrigo, sin detenerse, sonreía, agitaba la mano y contestaba:
-¡Hasta pronto, amigos! ¡Hasta el próximo invierno! ¡No dejen de sonreír!
Y antes de que el último copo de nieve hubiera llegado al suelo, el señor Abrigo desapareció tras la primera curva de la carretera y en el aire sólo quedaba el “ring ring” del rojo timbre de su roja bicicleta.
Y en medio de la plaza de Ciudad Alegre se quedó aquel maravilloso perchero que ayudó a traer de nuevo la sonrisa de todos sus habitantes.

domingo, 21 de diciembre de 2014

Pajarito Pajarete



Pajarito Pajarete, pequeñito, vago y regordete, no quiso volar hasta el sur:
-¡Qué pereza! -protestaba- ¡Qué cansado! ¡Vete tú! Yo este año me quedo. Volar tanto me da una pereza...
Y por mucho que sus amigos lo intentaron, por mucho que su familia lo empujó, Pajarito Pajarete se cruzó de brazos y a moverse se negó.
El invierno estaba muy cerca, no podían esperar más, así que se encogieron de hombros y dejaron a Pajarito en paz. Prepararon sus maletas y se dispusieron a viajar.
Y Pajarito Pajarete, pequeñito, vago y regordete, tras decir adiós a todos, se quedó en casa tan ricamente.
El calor fue desapareciendo, las nubes fueron llegando, las noches se fueron alargando y el frío fue, poquito a poco, aumentando.
El otoño -marrón, amarillo y rojo- fue acabando y el invierno -blanco, gris y azul- asomó la nariz:


-¡Brrrrr, qué frío! -se quejaba Pajarito Pajarete- ¡Brrrr, qué horror! ¡Qué frío tan helador! ¡Si parece que viva en un congelador!
Pajarito Pajarete, que nunca había usado ropa, tuvo que ponerse bufanda, gorrito, calcetines, orejeras, guantes y hasta un abrigo chiquitito. Dejó su nido porque había mucha corriente y buscó un hueco en un árbol para estar más caliente, se metió en un rinconcito y de ahí sólo salía para buscar algo que lo alimente.
Un día, al despertar, descubrió que el bosque se había vestido de blanco.
-Así que esto es el invierno -dijo Pajarito Pajarete a una ardilla que por allí pasaba-. Es bonito,  a pesar del frío. Sí, me gusta. No está nada mal.
-Pues ya verás -dijo la ardilla dando saltitos sin parar-, ya verás, cuando llegue Navidad.
Pajarito Pajarete, se quedó pensativo. Con tantas cosas nuevas, se había olvidado de la Navidad. Iba a pasarla solito, en eso sí que no había pensado. Y se acordó de su familia, y recordó a sus amigos y se puso muy triste, muy triste, muy apenadito.


Durante los días siguientes, los animales del bosque, corrían de allá para acá y de acá para allá, todos atareados en la tarea de decorar. Que si espumillón por aquí, que si bolas por allá, que si guirnaldas, que si coronas, muérdago, calcetines y demás.
Pajarito Pajarete, pequeñito, vago y regordete, también ayudaba con la decoración pero en lugar de estar alegre, cada día que pasaba se ponía más tristón.
Y llegó la Nochebuena y todos alrededor del árbol, cantaron villancicos, rieron,  bailaron y hasta comieron turrón. Todos menos Pajarito que, metido un rincón, calladito, pensaba, arrepentido de su pereza,  en los que se habían marchado.
A la hora de la cena volvieron todos a sus casas, con sus familias, acompañados. Todos menos Pajarito Pajarete que, pequeñito, vago y regordete, se fue paso a pasito, a llorar a su agujerito.
Pero al llegar a su árbol vio que algo raro ocurría: mucho ruido, muchas luces, muchos cantos, muchas risas. ¿Que era aquello? ¿Qué ocurría? ¿Qué era toda esa alegría?
Y entonces, bajo una rama, Pajarito Pajarete, vio a su mamá. Y justo, justo a su lado, estaba su papá. Y al lado de papá, sus hermanos, y sus hermanas, y sus tíos,y sus tías... ¡Y todos los demás!
Habían vuelto a por él. A pasar la Navidad. Porque si no estaban todos juntos, lo iban a pasar muy mal. De modo que, a medio camino, decidieron regresar.
Pajarito Pajarete, pequeñito, vago y regordete, tuvo las mejores navidades de todas las navidades de su vida.
Y después, todos juntos juntitos, felices y contentitos, volaron hacia el sur. Sí, todos, hasta Pajarito Pajarete, pequeñito, vago y regordete que no quería volver a quedarse solo nunca jamás.

Halloween

  La brujita fantasmita no da miedo, ni miajita.