Grises eran los edificios.
Grises las personas.
Grises las calles y los parques.
Gris el cielo y el río.
Todo, todo, era gris y todo, todo era triste, muy triste.
Allí nadie reía.
Nadie sonreía.
Nadie jugaba.
Nadie se divertía.
Sus habitantes estaban tan acostumbrados a su ciudad que ni se daban cuenta de lo gris que era.
Sin embargo, los forasteros enseguida lo notaban y, lo que es peor, se contagiaban de esa tristeza y, al poco tiempo, eran tan tristes y grises como los demás.
Por eso ya nadie visitaba Tristram.
Y por eso la llegada de Mauricio llamó tantísimo la atención: porque era el primer forastero que llegaba a la ciudad en muchos, muchos, muchísimos años.
Bueno, que vistiera de colores también tuvo que ver, claro.
Y que viajara montado en una elefanta de color rosa.
Y que la elefanta cargara con un montón de maletas, otro montón de libros, varios instrumentos musicales, una sombrilla, una planta, un loro, un mono y una ratita con un precioso vestidito rojo.
Pensándolo bien, lo extraño habría sido que Mauricio no llamara la atención.
Los coches se paraban para dejarlo pasar.
Los automovilistas sacaban las cabezas por las ventanillas.
Las aceras se llenaban de gente con las bocas muy abiertas y los ojos como platos.
Se abrieron todas las ventanas, todos los balcones, todas las terrazas para ver aquél curioso espectáculo.
Todos murmuraban y se preguntaban unos a otros sobre aquél hombre tan extraño.
¿Quién era?
¿De dónde venía?
¿A qué se dedicaba?
¿Formaría parte de un circo?
¿Sería un loco peligroso, un rico aburrido, un explorador perdido?
¿Qué venía a buscar a Tristram?
¿Por qué viajaba en elefanta?
Y Mauricio, muy derecho y sonriente sobre su elefanta, seguía adelante saludando con la mano como si todo aquello fuera lo más normal del mundo.
Cuando llegó a la gran plaza que ocupaba el centro de la ciudad, Mauricio se bajó de la elefanta, descargó las maletas, descargó los libros, descargó la planta, la sombrilla y, con ayuda del loro, el mono y la ratita, montó en un pis pas un precioso kiosco (nadie sabe cómo) y colocó un gran cartel de colores que ponía:
SE VENDEN NUBES
-Ahora está claro, ese hombre es un loco -dijo una señora muy elegante.
-¡Se venden nubes, menuda ocurrencia! -dijo un señor muy formal.
-¿Cómo va a vender nubes? ¡Qué tonterías! -dijo el heladero.
Todos y cada uno de los habitantes de Tristram hablaron y opinaron sobre aquello.
Y todos y cada uno de los habitantes de Tristram opinaron que aquello era una locura.
Pero, eso sí, todos y cada uno de los habitantes de Tristram acabaron pasando por aquel curioso kiosco:
-A curiosear -decían las señoras.
-A echar un vistazo -decían los señores.
-A ver las nubes -decían los niños.
-A investigar -decían los policías.
Todos y cada uno de los habitantes de Tristram tenía una excusa para ir hasta allí.
De modo que cuando Mauricio abrió su kiosco, había una cola larguísima de personas deseando saber qué era aquello.
La primera de la fila era una niña. Muy seria, muy gris, y muy triste, como todos en aquella ciudad.
-¿Es verdad que vende nubes? -preguntó.
-Sí, es verdad -respondió Mauricio.
-Me encantaría tener una, por favor -dijo la niña.
Y Mauricio, silbando, fue a la parte trasera del kiosco y volvió con una preciosa y vaporosa nube.
Rosa, como su elefanta.
-¿Te gusta? -preguntó Mauricio.
-¡Me encanta! -dijo la niña- ¡Ahora tendré el tutú más bonito de todos los tutús del mundo! ¿Cuánto cuesta? -volvió a preguntar.
-Una sonrisa -contestó Mauricio-. Justo como esa que me acabas de dar.
Porque, efectivamente, la niña antes tan seria, tan gris y tan triste, estaba sonriendo de oreja a oreja y así se fue, con su preciosa nube a modo de tutú, sonriendo y bailando.
Tras ella, llegaron dos hermanos, un niño y una niña. Tan serios, grises y tristes como el resto.
Y Mauricio les dio una nube a cada uno. Dos preciosas y esponjosas nubes sujetas a un hilo que, al unirse, formaban un brillante arco iris.
A una señora con su bebé, le dio una nube mullidita que le sirviera de cuna.
A un jardinero, una nube gris para que la usara para regar.
A un señor con pinta de explorador, le entregó una nube con cesta para que viajara en ella, como si fuera un globo.
A una señora con mucha imaginación, una nube para que hiciera castillos en el aire.
Otra señora usó su nube como si fuera un abrigo.
Y un señor la puso en su comedor.
Tenía Mauricio nubes para todos, de todo tipo y condición: nubes para hacer columpios, nubes para pasear sentaditos en ellas, nubes que llovían chuches, nubes para estar en casa, nubes para imaginar y nubes para acompañar.
El único precio que pedía Mauricio era una sonrisa.
Nada más.
Y nada menos.
Al final del día, todos y cada uno de los habitantes de Tristram tenía su propia nube y todos y cada uno de ellos sonreían como nunca habían sonreído.
La ciudad ya no era una ciudad gris y triste.
Aquella misma noche, Mauricio, recogió su kiosco, los libros, las maletas, la planta, la sombrilla, el loro, el mono y la ratita y, todos sobre la elefanta rosa, en silencio y sin decir adiós, salieron de la ciudad.
Allí ya había cumplido su misión, tocaba buscar otro sitio donde vender sus nubes.