La bella princesita tomó al sapo en la mano con suavidad pero con firmeza y, acercándolo a sus rojos labios, se disponía a besarlo cuando…
- ¡No, no, por favor, no me beses! – gritó aterrorizado el sapo.
- ¿Que no te bese? ¿Por qué no? – Lo interrogó la dulce princesa – Tú eres un sapo, yo soy una princesa, tengo que besarte. Es la tradición, ya sabes…
- Ya, ya sé que es la tradición pero es que… verás… ¿Me permites que te cuente una historia?
- Claro ¿Por qué no? Adelante.
- Muy bien, pues verás…
Elegante, inteligente, educado y responsable.
El príncipe Humberto tenía todo lo que un príncipe podía desear y era todo lo que un príncipe quería ser.
Pero no era feliz. Ni tan siquiera se sentía un poco satisfecho. Tampoco es que fuera desgraciado. Más bien se sentía gris, de lo más gris que puedas imaginar.
El príncipe Humberto cumplía con todos sus deberes sin rechistar: se enfrentaba a dragones cada martes. Jueves y lunes, salvaba a dulces doncellas. Los sábados y domingos se le iban entre cacerías matinales y bailes nocturnos donde se veía obligado a tratar con encantadoras princesitas y malvadas madrastras. El resto de la semana la pasaba entre clases de idiomas, de protocolo, esgrima, diversos tipos de lucha...
Pero cuanto más le alababan, cuanto mejores notas sacaba, cuanto más orgulloso se mostraba su padre el rey; menos satisfecho se sentía él con su vida principesca.
Un día, mientras paseaba con su amiga la Hechicera del Bosque Más o Menos Encantado, decidió abrirle su corazón y hablarle sobre su extraña insatisfacción. La Hechicera lo escuchó atentamente - era éste uno de sus mejores poderes mágicos- y, tras pensarlo un par de instantes le comentó que hacía tiempo que ella se había dado cuenta de su curiosa desazón y que lo único que podía aconsejarle era que se tomara unas largas vacaciones.
Al príncipe Humberto le pareció una maravillosa idea aunque no sabía cómo podría llevarla a cabo. Desde luego, su padre no iba a dejarle marchar así como así porque para él lo primero era el deber. Y de nada servía intentar fugarse porque su cara era tan conocida que sería fácilmente reconocido por muy bien que se disfrazase. Tras darle muchas vueltas al asunto, su amiga la Hechicera del Bosque Más o Menos Encantado, le ofreció la única solución que le pareció plausible en ese momento: transformarlo en sapo.
- ¿Por qué en sapo? ¿Es que no se te ocurre otro animal más apropiado para un príncipe? – preguntó Humberto.
- Justamente – dijo la Hechicera – no hay animal más apropiado para transformar a un príncipe que un sapo. Es de lo más tradicional.
El príncipe aceptó a regañadientes. Su amiga le recordó que sólo había dos maneras de volver a su ser: una, que ella misma lo transformara y dos, que encontrara una princesa lo suficientemente loca -y, lamentablemente, había muchas de esas- como para darle un beso a un sapo asqueroso.
Y el caso fue que, aunque en un principio al príncipe eso de ser sapo no le parecía muy atractivo, al cabo de un tiempo se dio cuenta de que no le importaba y comenzó a disfrutar de la libertad que le daba ser un animal: no tenía obligaciones de ningún tipo, no tenía agenda ni horarios ni responsabilidades. No debía fingir sentir lo que no sentía, ni tenía que ser amable con quien le caía mal, ni se veía obligado a ser estrictamente educado. Como sapo dormía, comía, nadaba, disfrutaba del sol y no pensaba en nada que no fuera vivir. Por fin entendía por qué, a pesar de tener todo, nunca se había sentido feliz… hasta ahora.
Por supuesto, Humberto no acudió en busca de su amiga la Hechicera para volver a convertirse en príncipe y, también por supuesto, huyó de cualquier bella princesita que se acercara a su charca.
El Príncipe Humberto había encontrado la felicidad en la simple vida de sapo y nunca volvió a su vida anterior…
- Ajá, entiendo. Así que tú eres el príncipe Humberto y no quieres volver a ser humano.
- No. Para nada. El príncipe Humberto es aquel sapo gordo sobre la roca grande.
- Entonces… ¿por qué no me has dejado besarte?
- Fácil. Por dos motivos: uno, que ya estoy harto de que toda princesa que me encuentro intente besarme (¡Con el repelús que me dan las princesas! Dicho sin ánimo de ofender) y dos, que yo no soy un príncipe.
- ¿Y a qué ha venido lo de contarme esa historia?
- A nada, sólo quería matar el rato.
- Vaya. En fin. No conocerás ningún príncipe sapo que esté dispuesto a dejarse besar por una princesa ¿verdad?
- Pues… podrías probar en la charca de al lado, me han dicho que se acaba de mudar un príncipe nuevo… igual él está dispuesto a dejarse besar.
- Vale, pues iré a ver. Muchas gracias y lamento haberte molestado.
- Nada mujer, a mandar…Uf, menos mal que los tiempos han cambiado y cada vez hay menos de estas princesas tontorronas. Si no, no se podría vivir tranquilo.
Y pensando en los buenos tiempos presentes y futuros, el sapo atrapó su merienda y luego se zambulló en las profundidades de su hermoso estanque.
mmm... Me da una pena venir con mis soeces comentarios a un blog tan lindo e infantil... Pero sí te has dado cuenta que en la cuarta imagen el sapo en cuestión le está viendo la ropa interior a la princesa, verdad?
ResponderEliminarYa está... Más tranquilo... Es que si no lo decía me explotaba la cabeza...
Jajajajaja... no fastidies. Ni se me había ocurrido semejante cosa. Si ya dicen que todo está en la mirada de cada uno :D
ResponderEliminarMe encantaaaaaaaaaaaaaaa yo creo que el sapo no miraba la ropa de la princesa, si le daban repelús tal vez es porque era gay.
ResponderEliminarNuria L. Yágüez: Jajajajaja... no me extrañaría, Nuria, no me extrañaría, mis príncipes son así de especiales :D
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