sábado, 12 de mayo de 2012

¡Quiero un perro!




-¡Quiero un perro!- decía María al levantarse cada mañana, justo entre los buenos días y el desayuno.

-¡Quiero un perro!- insistía María al llegar del colegio y antes de sentarse a comer.

-¡Quiero un perro!- repetía María mientras su madre le daba la merienda.

-¡Quiero un perro!- volvía a decir María ya en la cama, justo entre el último beso y el primer ronquido.

Y así llevaba desde que tenía unos cinco años, dando la matraca, erre que erre y sin cansarse. Ni ella ni, al parecer, sus padres, que se negaban a regalarle un perro usando todas esas excusas que usan los mayores: que si es mucha responsabilidad, que si es mucho dinero, que a ver qué hacemos con él en vacaciones, que si hay que bañarlo, vacunarlo, alimentarlo, sacarlo de paseo, que si se iba a cansar a los dos días, que si patatín, que si patatán, que si esto, que si lo otro, que si lo de más allá... bueno, ya sabéis lo pesados que se ponen los padres.

 
El caso es que, por mucho que lo pidiera, María seguía sin perro pero, para compensar, sus padres decidieron regalarle un precioso y aburrido pez de colores con el que no se podía jugar absolutamente a nada. María pasó aquella tarde con cara de aburrimiento, viendo al pececito girar y girar y girar, mientras ella pensaba en la manera de conseguir un perro por su cuenta.

Y cuando el pez de colores iba por la vuelta dos mil quinientos veinticinco y medio, María tuvo una estupenda idea que decidió poner en marcha de inmediato. Cogió el pez, la pecera, la comida para el pez y se largó corriendo a casa de su amigo Nico (bueno, corriendo no, que entonces se le caería el agua de la pecera, más bien caminando muy deprisa). 


 
Nico tenía una tortuga que le había regalado su tío Roberto, que no estaba mal pero él, manías suyas, hubiera preferido tener un pez... Un pez que le habrían comprado si su tío no le hubiera regalado la dichosa tortuga. De modo que cuando Maria le ofreció cambiar el pez por la tortuga, Nico no lo dudó, le entregó a María la tortuga y su terrario, cogió el pez y la pecera, se intercambiaron las comidas y cada uno se marchó por su lado la mar de contentos.

Pero la historia continúa...

Al día siguiente, María cogió tortuga y terrario y se fue tarareando y dando saltitos (hasta que la pobre tortuga acabó completamente mareada) a casa de su amiga Natalia.

 
Natalia tenía un hámster, un hámster precioso y muy listo pero le había cogido mucho miedo desde una vez en que lo quiso coger y el hámster, enfadado, le lanzó un mordisco. Así que cuando María le ofreció cambiar el hámster por la tortuga, Natalia le dijo que sí sin pensárselo ni dos segundos.

María estaba contentísima porque todo parecía ir viento en popa.

Al otro día, María cogió la jaula del hámster y se fue a toda prisa a casa de su amigo Juan.

 
uan tenía un precioso, blanco y muy estirado gato. A Juan le habría gustado mucho el gato que le había regalado su tía Engracia... sino fuera porque, gracias a él, había descubierto que era alérgico a estos preciosos felinos, así que estuvo encantado de cambiarlo por el pequeño hámster que María le ofrecía.

María estaba tan cerca de conseguir lo que siempre había querido que no pudo esperar ni un día más y, cogiendo la jaula del gato, salió corriendo a casa de Marga.

A Marga le habían regalado un perro, un precioso pastor inglés, de esos que tienen un flequillo tan gracioso, un pequeño cachorro que encantaba a todo el mundo... excepto al hermanito de Marga que tenía un miedo tremebundo a los perros de modo que, cuando María le ofreció cambiar su perro por el gatito de Juan, Marga aceptó enseguida.

En ese momento María se sintió la niña más feliz del universo. ¡Por fin tenía el perrito con el que siempre había soñado! Era tan feliz que casi había olvidado que sus padres no querían perros en casa... casi.

María entró en su casa con el perrito en brazos, algo asustada por si la obligaban a deshacerse de él pero decidida a pelear para que le permitieran quedarse con él. Fue directamente al salón y, tras la sorpresa y la lluvia de preguntas, contó todo lo que había hecho para conseguir aquel cachorrillo.

Sus padres se quedaron muy callados durante un buen rato y luego pidieron a María que fuera a su dormitorio donde la niña esperó jugando con el perrito y temiendo lo que pudieran decirle.

Al cabo de un rato, sus padres la llamaron.

María acudió, preocupada y preparada para recibir malas noticias, pero sus padres la esperaban sonrientes y le comunicaron que, viendo lo mucho que lo deseaba y lo mucho que había trabajado para lograrlo, habían decidido que podía quedarse con el perro.

Y entonces sí que María gritó y saltó y bailó de alegría.

¡Por fin había logrado su pequeño gran sueño!

2 comentarios:

  1. Lo sueños se consiguen trabajando, que podría ser una buena moraleja a todo esto, no?

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  2. También es un buen cuento para los padres... ¡Deberíamos escuchar un poquito a nuestros niños!
    Me gusta.

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Halloween

  La brujita fantasmita no da miedo, ni miajita.