-¡Quiero un perro!- decía María
al levantarse cada mañana, justo entre los buenos días y el
desayuno.
-¡Quiero un perro!- insistía
María al llegar del colegio y antes de sentarse a comer.
-¡Quiero un perro!- repetía
María mientras su madre le daba la merienda.
-¡Quiero un perro!- volvía a
decir María ya en la cama, justo entre el último beso y el primer
ronquido.
Y así llevaba desde que tenía
unos cinco años, dando la matraca, erre que erre y sin cansarse. Ni
ella ni, al parecer, sus padres, que se negaban a regalarle un perro
usando todas esas excusas que usan los mayores: que si es mucha
responsabilidad, que si es mucho dinero, que a ver qué hacemos con
él en vacaciones, que si hay que bañarlo, vacunarlo, alimentarlo,
sacarlo de paseo, que si se iba a cansar a los dos días, que si
patatín, que si patatán, que si esto, que si lo otro, que si lo de
más allá... bueno, ya sabéis lo pesados que se ponen los padres.
El caso es que, por mucho que lo
pidiera, María seguía sin perro pero, para compensar, sus padres
decidieron regalarle un precioso y aburrido pez de colores con el que
no se podía jugar absolutamente a nada. María pasó aquella tarde
con cara de aburrimiento, viendo al pececito girar y girar y girar,
mientras ella pensaba en la manera de conseguir un perro por su
cuenta.
Y cuando el pez de colores iba
por la vuelta dos mil quinientos veinticinco y medio, María tuvo una
estupenda idea que decidió poner en marcha de inmediato. Cogió el
pez, la pecera, la comida para el pez y se largó corriendo a casa de
su amigo Nico (bueno, corriendo no, que entonces se le caería el
agua de la pecera, más bien caminando muy deprisa).
Nico tenía una tortuga que le
había regalado su tío Roberto, que no estaba mal pero él, manías
suyas, hubiera preferido tener un pez... Un pez que le habrían
comprado si su tío no le hubiera regalado la dichosa tortuga. De
modo que cuando Maria le ofreció cambiar el pez por la tortuga, Nico
no lo dudó, le entregó a María la tortuga y su terrario, cogió el
pez y la pecera, se intercambiaron las comidas y cada uno se marchó
por su lado la mar de contentos.
Pero la historia continúa...
Al día siguiente, María cogió
tortuga y terrario y se fue tarareando y dando saltitos (hasta que la
pobre tortuga acabó completamente mareada) a casa de su amiga
Natalia.
Natalia tenía un hámster, un
hámster precioso y muy listo pero le había cogido mucho miedo desde
una vez en que lo quiso coger y el hámster, enfadado, le lanzó un
mordisco. Así que cuando María le ofreció cambiar el hámster por
la tortuga, Natalia le dijo que sí sin pensárselo ni dos segundos.
María estaba contentísima
porque todo parecía ir viento en popa.
Al otro día, María cogió la
jaula del hámster y se fue a toda prisa a casa de su amigo Juan.
uan tenía un precioso, blanco y
muy estirado gato. A Juan le habría gustado mucho el gato que le
había regalado su tía Engracia... sino fuera porque, gracias a él,
había descubierto que era alérgico a estos preciosos felinos, así
que estuvo encantado de cambiarlo por el pequeño hámster que María
le ofrecía.
María estaba tan cerca de
conseguir lo que siempre había querido que no pudo esperar ni un día
más y, cogiendo la jaula del gato, salió corriendo a casa de Marga.
A Marga le habían regalado un
perro, un precioso pastor inglés, de esos que tienen un flequillo
tan gracioso, un pequeño cachorro que encantaba a todo el mundo...
excepto al hermanito de Marga que tenía un miedo tremebundo a los
perros de modo que, cuando María le ofreció cambiar su perro por el
gatito de Juan, Marga aceptó enseguida.
En ese momento María se sintió
la niña más feliz del universo. ¡Por fin tenía el perrito con el
que siempre había soñado! Era tan feliz que casi había olvidado
que sus padres no querían perros en casa... casi.
María entró en su casa con el
perrito en brazos, algo asustada por si la obligaban a deshacerse de
él pero decidida a pelear para que le permitieran quedarse con él.
Fue directamente al salón y, tras la sorpresa y la lluvia de
preguntas, contó todo lo que había hecho para conseguir aquel
cachorrillo.
Sus padres se quedaron muy
callados durante un buen rato y luego pidieron a María que fuera a
su dormitorio donde la niña esperó jugando con el perrito y
temiendo lo que pudieran decirle.
Al cabo de un rato, sus padres la
llamaron.
María acudió, preocupada y
preparada para recibir malas noticias, pero sus padres la esperaban
sonrientes y le comunicaron que, viendo lo mucho que lo deseaba y lo
mucho que había trabajado para lograrlo, habían decidido que podía
quedarse con el perro.
Y entonces sí que María gritó
y saltó y bailó de alegría.
¡Por fin había logrado su
pequeño gran sueño!
Lo sueños se consiguen trabajando, que podría ser una buena moraleja a todo esto, no?
ResponderEliminarTambién es un buen cuento para los padres... ¡Deberíamos escuchar un poquito a nuestros niños!
ResponderEliminarMe gusta.