lunes, 12 de diciembre de 2016

El abeto Aniceto

Cierto día en que me aburría me fui a pasear a un abetal que cerca de casa había y entablé conversación con un abeto gigantón que su historia me contó. 

Resulta que Aniceto (que así se llamaba el abeto) era, allá de joven, pequeño y algo canijo porque, por mucho que lo intentaba, al sol no alcanzaba. Todos a su alrededor eran enormes abetos, más altos que montañas, y la luz le tapaban de modo que Aniceto se conformaba con algún rayo que otro que a ellos se les escapaba.

Aniceto probó a estirarse, pero no pudo. Probó a retorcer sus ramas, pero no pudo. Probó a pedirles a los grandones que se apartaran un poco, pero no le hicieron caso ninguno. Y así pasó la primavera, y pasó el verano, y pasó el otoño y llegó el invierno, y todos los abetos, incluido Aniceto, quedaron adormilados bajo una manta de blanca nieve.

Y me contó el abeto que, ese invierno, cuando más aletargado estaba, despertó repentinamente porque alguien lo estaba sacudiendo. El pequeño Aniceto, asustado, notó que lo arrancaban del suelo y luego se lo llevaban del abetal en el que había nacido. 

Lo llevaron, me dijo mi amigo el abeto, a una casa muy bonita y calentita. Lo plantaron en una maceta muy bonita y luego lo regaron. Aniceto no sabía qué ocurría pero, viendo que nada pasaba, se fue tranquilizando.

Al cabo de un rato de estar allí, vio el abeto que toda la familia se acercaba a donde él estaba cargados de cajas llenas de cosas brillantes y curiosas que le fueron poniendo encima. Aniceto me contaba que, por supuesto, él no comprendía nada de nada; que veía bolas y cintas y estrellas y otras cosas, que le hacían cosquillas mientras colgaban bolas brillantes de sus ramas y que, aunque lo estaba pasando bien, no sabía qué ocurría.

De pronto, todo acabó, dejaron de ponerle cosas, la familia se apartó de él y el papá dijo:

-Apagad las luces.

Cuando las luces se apagaron, el abeto pudo verse reflejado en la ventana del salón y se quedó asombrado y encantado con lo que veía: Aniceto brillaba y resplandecía lleno de luz y de colores, nunca se había visto tan guapo como en ese momento y, al parecer, la familia opinaba lo mismo porque todos aplaudieron y sonrieron encantadísimos.

Me contó el gran abeto, mientras yo tomaba asiento, que aquello de ser un árbol de Navidad le había gustado bastante. Y que la Navidad (una fiesta que él no conocía) le pareció una fiesta estupenda y que disfrutó muchísimo todo el tiempo que estuvo en aquella casa lleno de adornos de colores, sintiendo el calorcito de la chimenea, rodeado de regalos y viendo a aquella familia pasárselo tan bien.

Aniceto estaba tan feliz que le hubiera gustado para siempre quedarse allí pero al acabar la Navidad, le quitaron todos los adornos y lo sacaron de la maceta. El pobre abeto se sintió, otra vez, triste y asustado. ¿Qué iban a hacer con él ahora que la Navidad había acabado?

Por segunda vez en su vida, el abeto hizo un viaje en automóvil y, tras mucho, muchísimo rato llegaron a un bosque lleno de abetos como él, igual de jóvenes y pequeños. Y la familia con la que había pasado aquella Navidad tan especial, le buscó un lugar estupendo, cerca de otros abetos, con una vista estupenda y, lo mejor de todo, con mucha, mucha luz del sol y allí lo plantaron de nuevo.

Aniceto ya no tenía que estirarse o retorcerse para conseguir algún rayito de sol, ahora recibía todo el que necesitaba y, además, tenía amigos con los que charlar. Y el pequeño abeto creció y creció y creció hasta convertirse en el gigantesco abeto con el que yo pasé un rato charlando y que me contó, también, que aquella familia siguieron visitándolo cada Navidad y que a él le encantaban aquellas visitas en que lo abrazaban y acariciaban su tronco con mucho cariño. 

Lo último que me dijo Aniceto es que aquellas fueron unas fiestas geniales pero que lo mejor de todo fue el inmenso regalo del sol y de la amistad. 

Antes de irme abracé su tronco y le prometí que volvería a visitarlo la próxima Navidad.

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