Ilustraciones de Eliz Segoviano.
CAPÍTULO SÉPTIMO
El camino hasta las Montañas de las Pesadillas transcurrió sin contratiempos y Ayla recorrió el último tramo con gran tranquilidad y disfrutando de las cosas curiosas que había en aquel extraño lugar. Comió flores de piruleta, probó el algodón de azúcar que crecía en unos preciosos y pegajosos árboles y se relamió de gusto con el árbol que daba manzanas de caramelo. Además, se lo pasó en grande contemplando peces que volaban, pájaros que vivían bajo el agua, insectos que no parecían insectos, plantas que andaban y otras muchas cosas fantásticas.
Entonces llegó a las Montañas de las Pesadillas y todo cambió.
-Bien -dijo-, ya estoy aquí. ¿Ahora qué?
-Ahora tienes que enfrentarte a lo que en ellas encuentres y llegar hasta la cima -le respondió el Aire, que nunca parecía estar muy lejos.
-¡Vaya, qué fácil! -suspiró Ayla, y continuó caminando.
Iba ascendiendo sin encontrarse con nada más peligroso que unas cuantas piedras saltarinas que se empeñaban en botar y rebotar en mitad del camino estorbándole el paso. Todo iba bien, bastante bien, incluso demasiado bien, si se tenía en cuenta lo que había esperado encontrar en aquellas Montañas.
Y fue entonces cuando llegó la niebla.
Surgió de ninguna parte y lo cubrió todo con rapidez. Era imposible ver más allá de las narices y atravesarla era tan difícil como atravesar un plato de puré de patatas.
-Esto lo he visto en mis sueños -dijo Ayla tragando saliva-. Supongo que aquí comienzan las pesadillas.
-Efectivamente -dijo el Aire intentando apartar la niebla sin conseguirlo.
-¿Y ahora qué hago? -preguntó Ayla.
-Recuerda que estás en el mundo de los sueños -le respondió.
-Vale, lo recuerdo... ¿Y ahora qué? -volvió a preguntar Ayla.
-En el mundo de los sueños nada es lo que parece, nada parece lo que es, nada es si tú no quieres y solo es lo que tú deseas. Aquí tienes más poder del que tú crees. -y tras decir esto, dio tres o cuatro vueltas con mucha dificultad y desapareció.
Ayla siguió su camino -muy despacio y casi a tientas- sin dejar de pensar en lo que el Aire había dicho. La niebla era cada vez más espesa y Ayla cada vez veía menos, hasta que al cabo de un rato ya no sabía si iba hacia delante o si retrocedía, si andaba hacia la derecha o hacia la izquierda, si frente a ella había tierra firme o un precipicio, y el miedo se apoderó de ella hasta el punto de dejarla paralizada, sin atreverse a mover el pie ni medio centímetro por miedo a caerse, o a tropezar o, peor aún, a encontrarse con algo monstruoso. Ayla temblaba pegada a la pared de la montaña sin saber qué hacer, ni hacia dónde ir, ni qué narices había querido decir el Aire con todo aquel galimatías.
-Nada es lo que parece, nada parece lo que es, nada es si yo no quiero, solo es lo que yo deseo... Solo es lo que yo deseo... lo que yo deseo... ¡Lo que yo deseo es salir de aquí! -Ayla se cruzó de brazos, enfadada y asustada- ¡Si al menos hubiera hadas en este mundo!
Y entonces aparecieron. Eran muchas, eran brillantes, eran pequeñas, eran...
-¡Gatos! -exclamó Ayla sorprendida- ¿Hadas-gato? ¡No sabía que existieran las hadas-gato!
-¿Algún miauproblema? -maulló la que parecía la jefa deteniéndose frente a Ayla.
-No, no, ninguno -replicó Ayla-. En serio.
-Porque si hay algún miauproblema, nos miauvamos y miaulisto ¿eh? -volvió a maullar la jefa.
-No, no, por favor, no os miau... no os marchéis -se asustó Ayla.
-Pide miauhadas, aparecen miauhadas y ella se miauqueja... ¡Humanos! -miaugruñó el hada.
-No me quejo, de verdad que no -insistió la niña.
-Venga, miausíguenos si quieres miausalir de aquí.
Las minúsculas hadas-gato se aproximaron a Ayla llenándolo todo de luz, ella las siguió miaucallada -no fuera a ser que la jefa la volviera a miaureñir- y fascinada con aquellos maravillosos seres de coloridas alas. Había hadas-gato de pelaje blanco, negro, atigrado, con mucho pelo, con poco pelo, de medio pelo, sin pelo, incluso alguna con peluca, y todas maullaban, ronroneaban y revoloteaban sin parar en torno a Ayla quien iba tan encantada que apenas se dio cuenta de que la niebla había desaparecido y que ya podía ver donde ponía los pies y el resto del cuerpo.
Una vez cumplida su misión, y tan súbitamente como aparecieron, las pequeñas hadas-gato desaparecieron.
-¡Otra vez sola! -murmuró Ayla y, con un gran suspiro, miró a su alrededor.
Si miraba hacia abajo, podía ver la niebla que acababa de atravesar gracias a las hadas-gato y si miraba hacia arriba veía la helada cima a la que tenía que llegar. Quedaba aún un buen trecho por recorrer y, aunque cansada y asustada, Ayla decidió que lo mejor sería seguir adelante.
El camino era cada vez más difícil y empinado y no tardó en sentirse muy cansada. Buscó un lugar donde sentarse un rato y se fijó en una enorme roca que no parecía demasiado incómoda. No era precisamente un sofá, ni una silla, ni siquiera un taburete, pero serviría para descansar un poco y eso es lo único que necesitaba en ese momento. Sin pensarlo mucho más, se subió sobre la gran roca y se puso a contemplar el paisaje sin querer pensar en lo que aún podía encontrar... Y entonces la roca se puso en movimiento. Algo que parecía ser una cabeza surgió por la parte frontal, otros “algos” que parecían ser patas aparecieron por ambos lados, luego la roca se elevó y, lenta muy lentamente, se puso en marcha. Aquello no era una roca como había creído, aquello era...
-¿Una tortuga? -exclamó Ayla- ¿Me he sentado sobre una tortuga?
-Pues yo diría que sí, señorita -dijo la tortuga con voz de abuela gruñona-, yo diría, es más, yo aseguraría que se ha sentado usted sobre una tortuga. Concretamente sobre una servidora.
-Usted disculpe, señora tortuga -respondió Ayla-, yo no sabía... yo pensaba... me pareció...
-Ya, ya, lo mismo que dicen todos los que me confunden con una silla: yo no sabía, yo pensaba, yo creía, me parecía... -refunfuñó la tortuga-, todos igual. Como si fuera tan difícil fijarse un poquito en dónde se sienta uno. ¿Me he sentado yo alguna vez sobre un humano? ¡Noooo, jamás! ¿Y por qué? ¡Porque yo me fijo muy bien dónde me siento!
Ayla pensó en decirle que ella nunca había visto una tortuga sentada ni sobre un humano, ni sobre nada, pero se lo pensó mejor y lo que dijo, muy avergonzada, fue:
-Lo lamento mucho, de verdad. No era mi intención. Me bajaré en cuanto usted se detenga, si no le es mucha molestia.
-Ah, sí, y ahora toca eso de que me tengo que parar para que se baje la señorita. Pues era lo que me faltaba, con la prisa que llevo yo hoy -rezongó la tortuga-. Pues no me da la gana, ahora se queda usted ahí hasta que a mí me dé la gana... hale, así aprenderá a no sentarse sobre respetables tortugas.
Y Ayla, muy callada y muy quieta para molestar lo menos posible, siguió sentada sobre la tortuga hasta que esta llegó al lugar al que se dirigía: una pequeña gruta en la que, tras detenerse para permitir que la niña se bajara, se metió sin dejar de gruñir y refunfuñar acerca de la gente que se sienta donde no debe y que no dejaban de molestarla.
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