No es que el Gran Mago del Invierno fuera malvado. No, no lo era, en absoluto. Sus súbditos lo amaban y se sentían muy felices bajo su reinado. No, no era malvado, pero, en cambio, era enormemente ambicioso y quería llegar a gobernar en todas partes, todo el tiempo. No se conformaba con el tiempo que le correspondía, quería más, mucho más. No es mala la ambición, ni es malo se ambicioso, lo malo es dejar que la ambición te ciegue y te lleve por caminos que, normalmente, nunca seguirías.
Así que, llevado por esta pretensión de poder, el Gran Mago comenzó a extender su frío poder, en un principio, de manera disimulada, sin enfrentarse directamente con la Reina Otoñal. Año tras año, el Mago llegaba un poco antes a su cita, se extendía un poco más allá de sus límites y se iba, también, un poco más tarde.
El primer año la Bruja pensó que habría sido un despiste.
El segundo año envió aviso en tono amistoso al Mago de que estaba excediéndose en tiempo y en espacio.
El tercer año la Reina volvió a enviar aviso, pero, en esta ocasión, el tono era bastante más airado.
Por fin, en el cuarto año la Señora decidió que era el momento de reclamar ante el Consejo de la Estaciones.
Se reunía el Consejo una vez al año y era, oficialmente, el lugar donde se dilucidaba cualquier conflicto que pudiera surgir, se organizaba el calendario anual, se revisaba el trabajo de cada uno... Extraoficialmente era una excusa para que las cuatro Estaciones pudieran reunirse para charlar de sus cosas y comer y beber y celebrar festejos durante una semana. Pero aquel año no hubo ni risas ni alegría ni fiestas. La Bruja del Otoño acusó al Mago del Invierno de intentar invadir su territorio, le advirtió de que no continuara con sus intentos y logró que el Consejo le amonestara duramente. Ese año hubo discusiones, gritos, miradas airadas, golpes en las mesas, desaires, furia.
Pero, en lugar de enmendarse, aceptar la amonestación y la gran sanción que se le impuso, y recapacitar sobre lo malvado de sus intenciones, el Gran Mago se sintió ofendido y humillado. Él consideraba su derecho legítimo ampliar su reino y llevar la paz blanca de su reinado a todo el mundo. De modo que, en ese mismo momento, a gritos y ante el resto de las Estaciones, el Señor del Invierno declaró la guerra a la Bruja del Otoño.
Todos se quedaron estupefactos, boquiabiertos y asustados. Nunca, en toda la historia de los cuatro reinos, había habido una guerra. Nunca, en toda su existencia, habían luchado entre ellos. Jamás. Eran como hermanos. Más que hermanos. Cada uno tenía su cometido en el mundo, cada uno con su reino, cada uno con sus poderes y siempre, siempre en paz.
No conocían la guerra. No tenían guerreros, ni ejércitos, ni nada que se le pareciera.
Todos se quedaron anonadados. No se lo podían creer, pero así era y así dio comienzo la primera y única guerra que hayan conocido las Cuatro Estaciones.
Y la única que esperan llegar a conocer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario