12 de diciembre
El dragón Agamenón
En cierta ocasión en que me aburría un montón alguien me contó la historia de un dragón llamado Agamenón. Un dragón gruñón, tragón y fanfarrón. Un dragón gordinflas al que volar le costaba un montón.
Agamenón, el dragón, vivía en una cueva situada en una gran montaña que está cerca, muy cerca, demasiado cerca, del Bosque Más o Menos Encantado en el cual vivían varias hadas, siete docenas de duendes, unos cuantos elfos, tres o cuatro brujas, un montón de gnomos, algún mago despistado, cinco o seis sapos hechizados, un par de lobos casi feroces, una abuela tarambana y su nieta Mariana, varias princesas con sus respectivos príncipes y sus respectivos padres y sus respectivas madres y sus séquitos y sus cortes y... bueno, con toda esa gente que acompaña a las princesas. Vivían, además, unas seis decenas de enanos, tres gigantes, cuatro ogros, una o dos familias de osos (formadas cada una por papá oso, mamá osa y un pequeño osezno más -inexplicablemente- una pequeña niña rubia de cabello rizado). Vamos, que el Bosque Más o Menos Encantado, estaba superpoblado.
Tanta, pero tantísima gente... Quiero decir, personas... Esto... Tantos, tantísimos seres habitaban en aquel bosque que, en ocasiones, el ruido se volvía insoportablemente insoportable. Sobre todo cuando los habitantes del Bosque Más o Menos Encantado celebraban alguna fiesta. Y os puedo asegurar que se celebraban unas cuantas a lo largo del año. Entonces no había quien soportara el alboroto y la algarabía que allá se montaba.
El pobre Agamenón, que sufría de migrañas, lo pasaba fatal. El dragón gruñía y se enfadaba. Pataleab, protestaba y a gritos les pedía que callaran. Pero, no sé si por chincharlo o por casualidad, cuanto más se enfadaba Agamenón, más ruido hacían los habitantes del bosque.
Cuando el enfado del dragón llegaba a su punto máximo lanzaba un rugido furioso y, con esfuerzo, lograba levantar su enorme panza del suelo y remontaba el vuelo mientras escupía fuego sobre el bosque. Pero como tenía muy mala puntería nunca lograba quemar ni medio arbolito. Así que los habitantes del Bosque Más o Menos Encantado seguían haciendo ruido y celebrando fiestas estridentes. Y a Agamenón no le quedaba más remedio que meterse en lo más profundo de su cueva para intentar librarse de la música, de las voces, de los petardos y, en fin, de todos los ruidos que tales festejos provocan.
Pero la peor época de todas, para el dragón, era la Navidad. Agamenón lo pasaba realmente mal con tantísimas fiestas, una detrás de la otra, casi sin descanso durante tantísimos días. Cada año, cuando veía cómo el hada Muérdago se preparaba para esparcir la magia navideña por todo el mundo, Agamenón soñaba con que se le perdiera la cajita donde la guardaba y así poder librarse de la fiesta que más dolores de cabeza le provocaba. Pero eso nunca ocurría porque el hada Muérdago era demasiado sensata y responsable, y la tenía a muy buen recaudo...
Hasta cierto año en que aquella cajita, misteriosamente, desapareció. El hada Muérdago recorrió todo el bosque intentando encontrarla pero nadie sabía qué había sido de ella. Claro que a Muérdago no se le ocurrió ir hasta la montaña y preguntarle a cierto dragón gruñón, tragón y fanfarrón. Porque si lo hubiera hecho... Bueno, si lo hubiera hecho Agamenón le habría dicho que no sabía nada de la dichosa cajita y que lo dejara en paz y que no fuera pesada, y que hay qué ver que menudos vecinos tenía que no dejaban de molestarle y que bla, bla, bla y más bla y requeteblá.
Pero os voy a contar un secreto y espero que no se lo contéis a nadie porque si el dragón Agamenón se entera.... ufffff.... si se entera...
Acercaos un poco que no nos oiga nadie. Pues, veréis, resulta que, esa Navidad, el dragón no tuvo ni una migraña, ni tan siquiera una pequeñita; no señoritas, señoritos y demás bichitos. Y es que, cuando Agamenón abrió aquella cajita, toda la magia de la Navidad cayó sobre él y, aunque no llegó al extremo de unirse a los habitantes del Bosque Más o Menos Encantado (Agamenón, en el fondo, era muy tímido), sí que disfrutó, por vez primera, de las fiestas. Y había que ver al gordinflón con las alas engalanadas con espumillón y bolas y estrellitas y acebo y muérdago y cualquier adorno navideño que encontró por ahí. Hasta un arbolito lleno de lucecitas llegó a poner en su cueva.
Sí, señoritas, señoritos y demás bichitos, aquel año, gracias a su malvado robo, Agamenón se lo pasó en grande en Navidad y, a partir de entonces, no volvió a gruñir ni a quejarse ni a sufrir migrañas durante esas fiestas. Y hasta, incluso, llegó a confesarle a Muérdago lo que había hecho y a pedirle disculpas.
Pero recordad que esto es un gran, gran secreto. Shhhhh.... que no se entere nadie. Y, sobre todo, que no se entere Agamenón, el dragón gruñón, tragón y fanfarrón porque si se entera de que lo he contado... Uffff.... si se entera...
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