8 de diciembre
El abeto Cleto era el abeto más enano, esmirriado, canijo, escuálido y desgarbado de todo el abetal. El pobre había ido a nacer en medio de los abetos más grandes del bosque y, claro, conseguir un poquito de sol le costaba un mundo. Cierto que los árboles más viejos procuraban apartar sus ramas para que la luz le llegara, pero no era suficiente y el pobre iba creciendo muy despacio y con mucha dificultad.
A pesar de todo, Cleto, el abeto, era un árbol feliz que hacía reír a todos. Siempre tenía una palabra amable. Siempre sonreía. Sus pequeñas y débiles ramas se agitaban felices cuando el viento las tocaba y bailaba que daba gusto. Sus hojas cantaban, quizás no con la potencia de sus enormes vecinos, pero sí con más alegría. Cleto era feliz cuando algún pájaro se posaba en sus ramas, o cuando alguna ardilla corría por su diminuto tronco. Era amigo de todos y todos le querían. Sólo se ponía triste cuando se miraba al arroyo que corría a sus pies y se veía tan escuchimizado.
—¡Mira que soy feo! —decía en voz baja—. Pero feo con ganas.
Y daba grandes suspiros.
Sus amigos, los animales, y el resto de abetos le decían que no era feo, pero él no les creía. Le decían, también, que no se preocupara porque ya crecería y sería tan grande como el resto, pero él no les creía. Cleto, el abeto, era el abeto más alegre y, a la vez, el más triste de todo el abetal.
Una Navidad llegaron al bosque un viejo ratón y su familia que, cansados de vivir huyendo de los gatos, habían decidido dejar las casas de los humanos y, buscando un nuevo hogar, habían llegado hasta allí. El viejo ratón, era muy hablador y contaba mil historias de los humanos y como había llegado en Navidad y estaba rodeado de abetos, contó como los adornaban con brillantes bolas de colores, cintas, estrellas y luces hasta transformarlos en los árboles más bonitos y elegantes que se pudiera imaginar.
Por esas fechas, además de la Navidad, daba la casualidad de que era el cumpleaños de Cleto, el pequeño abeto y los habitantes del bosque, tanto animales como vegetales, tuvieron una idea espléndida: decorarían a Cleto tal y como habían contando los ratones.
Dicho y hecho, se pusieron manos a la obra. Recogieron juncos, nueces, flores invernales, muérdago. Hicieron guirnaldas y, poco a poco, fueron decorando a Cleto que no entendía nada, pero que se dejaba hacer.
Cuando acabaron de poner adornos, llamaron a las luciérnagas para que hicieran de luces y, apartándose, dejaron que Cleto se contemplara a gusto.
El pequeño abeto lucía espléndido. Las luces de las luciérnagas se reflejaban en la nieve que lo cubría provocando unos preciosos reflejos. Las frutas, flores y guirnaldas, le sentaban la mar de bien. Cleto se sintió, por vez primera, hermoso y, si hubiera podido llorar, se le habría saltado alguna lágrima, no de pena sino de alegría, de mucha alegría.
No la alegría de verse tan guapo, si no la de saberse querido por todos y tener tantísimos amigos.
Desde entonces el pequeño abeto Cleto dejó de sentirse triste por ser enano, esmirriado, canijo, escuálido y desgarbado. Ya no le importó, porque tenía algo mucho mejor: amigos.
Ah, por cierto, Cleto, pasado el tiempo, llegó a ser uno de los abetos más grandes y hermosos del abetal.
Sólo era cuestión de crecer un poco más.
Muy bonito, Dolo. Una tierna historia la del abeto Cleto.
ResponderEliminarBesos